lunes, 27 de noviembre de 2017

Walter Hugo Rotela González/Noviembre de 2017



Comercio Exterior

Siempre me gustó viajar y conocer aquello que hay más allá de la ciudad donde uno realiza sus actividades cotidianas. De chico iba a un paso fronterizo y llegaba a la capital de un país vecino. Podía notar el movimiento vertiginoso de los vehículos en las calles de la ciudad principal, en contraste con la mansedumbre de las calles de los pueblos del interior, con sus carros tirados por bueyes pisando la rojiza tierra.
En esos tiempos de mi niñez pude aprender sobre lo que compraban y vendían. Observaba cómo, las personas, transportaban toda clase de productos sobre sus cabezas. Y noté, desde mi particular mirada de niño, que ellos, en la capital, tenían toda clase de productos: ropas, comestibles, comidas de toda clase −saliendo de ollas que estaban al fuego− jugos de todo tipo, teléfonos, juguetes, autos que yo no había visto en otras partes. Mi madre, en ese entonces, me explicaba que eso era parte del comercio exterior.
Cuando llegué a la adolescencia tenía más claro el asunto del comercio exterior, sus vaivenes, y cómo afectaba la vida de todos nosotros. Pensé, entonces, que nada más podía aprender sobre el significado del comercio exterior. Estuve equivocado... todos estos años. ¿Por qué? Porque recién ahora descubrí una nueva acepción, y quizás otros conmigo. Al final del relato coincidirán conmigo.   

Estimado lector, le ruego, lea con atención porque parece mentira; pero es verdad. Tan cierto como la venta de la empresas y servicios con sobreprecios, la corrupción en todos los niveles y lo que nos vamos enterando, según avanzan las pesquisas judiciales en torno a negocios fraudulentos en los países de la región. Y, todo lo cual, podía ser solo producto de la imaginación de escritores y periodistas inescrupulosos o amarillistas. Pero nada tan fuerte como la realidad. Caeremos en la cuenta, los ciudadanos, del segundo nivel −secreto− de comercio exterior. De otra visión de comercio exterior.
Andaba de paseo por los campos, un mes atrás, por caminos vecinales. A unos cien o poco más kilómetros de la ciudad capital. Seguía un camino que llevaba a un pueblito, del cual la mayor parte de sus habitantes emigró. Pocas casas quedan, en general están en mal estado. Pasamos unos pocos kilómetros para ver qué había detrás del cerro, al norte del caserío. El camino se perdía y hasta un alambrado detenía el paso; pero la curiosidad y el espíritu de aventura pudo más. Tras tomar una extensa curva que bordea el cerro se paró, en seco, el motor. Se detuvo, no sé explicar cómo o por qué.
La espesa vegetación, constituida por arbustos y matas de pastizal me permitieron mantenerme oculto. Una vista impresionante tenía ante mí. El valle detrás del  cerro se perdía a muchos kilómetros; pero a escasos quinientos metros, subían vacas, ganado en pie a un automóvil; pero no era un camión... Era un vehículo espacial. Por momentos transparente o casi. Se veía lo que había más allá del vehículo, pero el ganado se perdía dentro de esa masa cuyo color y aspecto variaba como lo hace un camaleón.
Entenderán, ahora, estimados lectores, por qué les dije más arriba, que conocí una nueva acepción de comercio... Un hombre, de sombrero de alas anchas, contaba billetes que guardaba en un maletín y en su bolsillo.

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