sábado, 20 de mayo de 2017

Jorge Sombra-Argentina/Mayo de 2017



 LEYENDA DE CHAYA (La última capayán)



Dicen los que saben, que las leyendas son antiguas historias contadas oralmente de generación en generación, de padres a hijos, de madres a hijas. Y hay veces en las que esas historias o (sucedidos) son narradas por algún lugareño en un cruce de camino a algún forastero que acierta pasar por ahí.

Alguien, que no puedo precisar quien, me contó una historia que; aunque no fuera cierta, es creíble. Chaya, que en lengua Kakén significa “agua de rocío” era una bella joven capayán que desde pequeña había quedado huérfana al cuidado de sus cabritos. Vivía solita su alma y cada vez que Chango pasaba por la quebrada pastoreando su majada, que venia del valle del antinaco; a ella le saltaba el corazón de alegría.

Chango solía pasar una vez cada luna con sus cabras por un lugar de la quebrada donde las jarillas, tuscas, chañares y retamos, y otras hierbas aromáticas y medicinales como el cedrón, el poleo, la vira vira, el cardo, las pencas y puquis, le permitían engordar su hacienda que también estaba integrada por vicuñas y guanacos.

Ella lo veía desde lejos y siempre recordaba que su madre le había dicho antes de morir, que cuando tuviera la edad, un día vendría un chango del otro lado de la cuesta, y más allá  del Valle del Bermejo. Eres la última de nuestra raza  y cuando él venga tendrás un cirviñacu y entonces los capayán continuaremos en ti. Y recuerda que nuestro nombre proviene del quecha y significa Capac Yan (Camino Real)

Por eso cada vez que veía al chivo montar a la chiva imaginaba que algo así sería el cirviñacu y, aunque nadie le  había hablado nunca del tema de la procreación,  creía que con ella pasaría algo parecido, porque cuando Chaya observaba que al poco tiempo aumentaba el tamaño de la panza  y después nacía un pequeño cabrito que se sumaba a la majada, tenía presente lo que le había dicho su madre.

Recordaba también que su madre la había tranquilizado cuando, llorando de miedo, le contó que bañándose en el Río Vinchina, vio que las aguas se teñían con su sangre; esto te va a suceder siempre, una vez cada luna, hasta que seas viejita. Siempre ha sido así con nosotras que tenemos la misión de alimentar a la Pacha Mama con nuestra sangre en el río.

Algunas veces,  cuando las cabras aumentaban su hacienda,  ella subía por la costa del río a buscar piedra bola para agrandar y reforzar la pirca. Y trabajaba como un hombre cortando caña y pisando barro para remendar las paredes de su rancho que tenía sólo dos ambientes, uno que servia de dormitorio y otro que hacía de despensa, cocina, comedor y lugar de estar.

Al frente del rancho, un alero de cañas que los fuertes vientos se encargaban de destruir, pero ella con toda su paciencia volvía a componer. Algo más alejado, un excusado que su padre había dejado empezado y ella terminó como pudo.

Hacia muchos, pero muchos años que no venia un hombre a su casa. La última vez que lo vio era su padre,  que se había ido arriando una tropa de vacas hacia un lugar del otro lado de la montaña, que le llamaban chile. Ella tendría entonces alrededor de quince años y se quedó sola esperando su regreso. Él le había prometido que cuando volviera, la llevaría a Vinchina, que en lengua kaken significa “Pueblo alto con mucha agua” tras del Cerro Famatina, como a media jornada a lomo de mula, para el phujllay.

En esa inmensa soledad de la quebrada, su rancho, apartado del camino, era su refugio. Allí ordeñaba las cabras. Con la leche solía hacer quesillo y  dos o tres veces al año,  venia una  vecina del otro lado del cerro  y le cambiaba por otras mercaderías como harina, azúcar, yerba, grasa, papa, batata, zapallo, poroto, algarroba, maíz o quinoa.

Una tarde estaba tratando de enhebrar una aguja para coser su camiseta andina tejida con lana de llama,  cuando el choco le anunció la cercanía de un hombre.

¿Me permite que le ayude? Dijo el hombre en una lengua que ella no conocía.  Era bastante mayor, casi como su padre. Y ella sin levantar la vista, luego de intentar traducir lo que había oído, le contestó en kaken; ¿Y qué anda haciendo por acá? Me perdí del camino y hace tres días que ando sin rumbo. Vi el humito y vine. Tengo hambre y tengo sed. No entendió nada, pero por los gestos, interpretó la necesidad del viajero.

Tome agua, allá está el río  ¬ había señalado ella ¬. ¿Me presta un balde? así le traigo.  Y para comer solo tengo quesillo y galleta.

Cada noche se ocupaba de dejar tapado con las cenizas del fogón, algún tizón encendido para que a la mañana siguiente pudiera reavivar el fuego y calentar el agua en una pailita de cobre, negra y abollada.

¿Y porqué no cazó algún ganso, o un tero, o un pato, una chuña? Es que no vi ninguno ¬ dijo el caminante ¬ Lo que pasa que los bichos, cuando ven a un extraño se esconden, en cambio cuando me ven a mi, se quedan pastando mansitos nomás. No se entendían la lengua, pero si entendían los gestos

Yo soy amiga del cardenal, del rey de bosque, de la reina mora. Antes andaba el Kuntur que me venía a comer los pollitos, pero lo corrí con la honda y, ahora se para ahí cerca pero no me roba más las gallinas.

Quédese acá don, aquí hay trabajo, yo ya estoy cansada  de subir la cuesta, tengo un solo catre, pero hay varios cueros para que duerma. Por fin ella iba a saber lo que era dormir con un hombre. Conversaron hasta avanzada la noche y hasta que la luna se escondió tras  las nubes; él en su lengua y ella en la suya, y reían cuando algunas palabras resultaban parecidas.   Y ahí estaba  Chaya que se animaba y no se animaba. Y él le contó que iba en busca de las seis Estrellas Diaguitas. Y ella le dijo que no debía ir allí, porque él no era capayán, ni diaguita, ni pazoica. Ese era un lugar sagrado para sus padres.

Hablaron y hablaron tanto hasta que los ronquidos del viajero la convencieron de que era mejor así,… tal vez al otro día. Despertó temprano, se lavó la cara y las partes como siempre lo hacía. Avivó las brasitas del fogón y lo esperó que volviera. Tal vez había ido al río a lavarse o a buscar agua.

Preparó el mate cocido con leche y se quedó esperando al hombre que por primera vez se  acercara a su rancho, y se acordó que su madre le había dicho que cuando le viniera la sangre y sintiera que su olor era como el de la vira vira, entonces comprendería porqué, el pueblo pazoica debía continuar en ella. Y que cuando el Kuntur sobrevolara el Antinaco y la vicuña se acercara a las pircas, esa sería la señal de que un chango vendría a visitarla.

Hasta que un día en que Chaya se hallaba en la costa del río, lavando su ropa, inclinada  sobre una piedra, creyó ver o sentir que se acercaba el joven pastor de cabras que esperaba hacía tantos años. Se quedó quieta como la vicuña, el chango dio una vuelta a su alrededor, ella le sonrió y él, levantándole la camiseta andina repitió lo que tantas veces había visto hacer a los machos.

Luego de un indescifrable momento en el que ambos, en la inmensidad de la quebrada y a plena luz del día, compartieron el ancestral ejercicio de la procreación, el chango le dio una palmada en las ancas y se marchó a cuidar su majada.

Pasaron muchos años desde aquel día, hasta que; un grupo de exploradores halló las ruinas de las pircas y, excavando la tierra apisonada descubrió lo que había sido una vivienda capayán y cubiertos por una capa de tierra,  los restos de un cadáver de mujer con otro más pequeño entre sus huesos.




     

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