martes, 21 de febrero de 2017

Lilia Cremer-Argentina/Febrero de 2017



Siempre el mar
       Lo vio en la orilla. De bruces contra la arena. Suaves ondas acariciaban sus pies descalzos. El cabello revuelto olía a sal. La de los besos del reencuentro, la de los cuerpos entre las olas, la sal que permanecería aún cuando él se marchase.
        De rodillas, absorta, no podía llorar. Cada átomo de su cuerpo era un grito ahogado. El mar rozó sus piernas.
         El mar que se va y vuelve, como su amor. El mar que da  y quita. La bruma del mar al verlo partir. La felicidad efímera al verlo volver.
       Una vida de ficción. Y otra vida paralela. Dos puertos. Ausencias como agonías. Alma de gaviota que en la orilla recoge migajas.
       El cansancio que horada el corazón, como el mar carcome las piedras.
        Esa noche, la del regreso, cuando él ancló en su pasión, ella estaba vacía. Vacía de esperanza, de ilusión. La luna alumbraba sus cuerpos entrelazados entre las sábanas complacientes. Y lo amó, como nunca, por última vez.
         Dijo adiós en el suspiro final de placer. Y lo vio enloquecer. Lo vio correr maldiciendo. Lo vio entrar al mar, sin barco, sin cordura, sin consuelo. Con espanto. El mar se lo quitaba definitivamente.

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