jueves, 22 de septiembre de 2016

Liz Vanesa Rodríguez-Colombia/Septiembre de 2016



EL PRADO
Altas cómo flechas las flores del nenúfar con sus pétalos blancos  se  alzaban delante de sus  ojos, era el final de la travesía y el comienzo de su tan anhelada paz: Estaba en casa. No era propiamente una mansión, más bien parecía un montón de palos secos apilados al azar, sin embargo, para Suzanne era su hogar, caminó por el prado cubierto de musgo enmarañado y verdoso hasta la cabaña, a medida que lo hacía el perfume de los lirios  la trasportaba a un mundo de antaño, un mundo sin guerra, sin hambre, pero sobretodo un mundo sin dolor.
En cuanto giró la perilla rústica se encontró con el cuarto tal y cómo ella lo había dejado: una poltrona de cedro envejecida cubierta con una frazada de cuadros rojos con negro  le daba la bienvenida, junto a ésta un termo terracota en el que solía depositar té de manzanilla con miel, la única cosa que sabía cocinar y  sobre un cajón la foto. Esa imagen de aquel chico de altura media, fornido, cabello marrón que le caía en ondas sobre la frente, piel arena  y ojos negros que denotaban una melancolía extrema. Su solo recuerdo la desmoronó por completo ¿Cómo iba a poder seguir adelante sin él?
 Suzanne olvidó su alegría, se sentó sobre la poltrona que emitió ese familiar crujido y recordó ese día en que la lluvia caía en implacable manta de agua helada robándole hasta el mismo aliento. Toda la ciudad parecía ajena a su dolor excepto él. Esa suave mirada se le había clavado en lo más hondo del alma haciéndola sentir limpia por primera vez en muchos años, era el primero que no la juzgaba, más bien parecía comprender el porqué escapaba de casa en cuanto su padre llegaba a ésta, el hombre que se suponía debía protegerla ya había intentado tocarla sin su consentimiento un par de veces.
Ella, desconfiaba de todos, más esa noche sin sueños ni luna todo cambió. Allí estaba justo en medio del puente color platino de rocas resbaladizas y techo agujereado mirando las estrellas ese chico de mirada melancólica y alma apacible. No hubo entre ellos un diálogo fluido, más bien sus ojos hablaron por ellos.
Tiempo después, él le diría que con su sola imagen las palabras habían quedado secuestradas en su garganta, dos meses después huyeron cuando Suzanne le confesó en el mismo puente que su vientre se sentía extraño, duro, amorfo y cómo si fuera una parte ajena a su cuerpo esquelético, en un principio creyó que se trataba de la peste que azotaba desde hacía años la región. Pero luego no estaba tan convencida.
No escaparon ocultos bajo el manto clandestino de la noche, el destino no lo hubiera querido así, más bien lo hicieron bajo un sol de agosto cuando los demás se disponían a realizar la feria de la cosecha. Era el momento adecuado porque la ciudad entera estaba atareada en colgar en cada casa los faroles color atardecer hechos de pergamino envejecido que darían la bienvenida al solsticio. Nadie pareció notar a los dos chicos que escapaban por el puente con agujeros, llegaban al prado de musgo florido y traspasaban la vieja quebrada a la que todos llamaban “La Doña”.
“Vaya nombre” pensó Suzanne acomodándose bajo la manta, queriendo desaparecer bajo esos cuadros descoloridos y faltos de emoción. Ella no estaba sola, en su vientre el hijo no nacido se acomodó también, de seguro él tenía las mismas preguntas que ella.

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