sábado, 22 de agosto de 2015

Nilo Gastón Fernández Montini/Agosto de 2015



LA INICIACIÓN


Desde la cima de la colina, el viejo Sherman Argüy contemplaba el astro plateado. Aunque no había estrellas a la vista, la luna se asomaba imponente, desplegando su vasto y tétrico esplendor. Esa noche había algo raro en ella, algo que erizaba la piel y perturbaba las mentes: sus cráteres conformaban la imagen de un rostro deforme que parecía observar atenta y maliciosamente, como deseando que algo malo sucediera.
Pero Sherman Argüy, así como los demás cazadores del pueblo Kalahut, ya estaban familiarizados con aquella espeluznante visión; les había acompañado durante todas sus vidas. Todos los años, en vísperas del día de la Iniciación, la naturaleza mutaba y cobraba un aspecto lúgubre, como anticipando los peligros que los jóvenes tendrían que superar. Los aullidos nocturnos se multiplicaban haciendo eco en cada rincón del valle; los pastos crecían misteriosamente ante los ojos de las personas; las aguas de ríos y lagos se espesaban, tornándose en una viscosa materia purpúrea; los árboles, aun cuando no corría la más mínima brisa, mecían sus ramas bajo los rayos lunares; y los rostros de los animales salvajes se desfiguraban, pues les crecían colmillos y cuernos afilados, y sus pupilas se tornaban de un penetrante color verdoso fosforescente.
Toda esta transformación, que hubiese desquiciado la mente de cualquier persona común, era un espectáculo muy familiar para las gentes de Kalahut, un espectáculo tan familiar como las milenarias montañas nevadas que rodeaban el valle. Mañana, una vez más, se llevaría a cabo el rito sagrado. Mañana sería, una vez más, el día de la Iniciación.
A la mañana siguiente, una espesa bruma cubrió el valle. Se derramaba lánguidamente desde las cumbres nevadas, escurriéndose luego por los bosques y avanzando finalmente por las calles del pequeño pueblo. Había llegado la hora esperada. El viejo Sherman Argüy, junto a otros cazadores, acompañaría a los dos jóvenes hacia su destino. Los jóvenes, al cumplir con el rito de la Iniciación, se volverían hombres, y ganarían el derecho de salir a cazar junto con los adultos experimentados. Se trataba de una tradición antigua y sagrada que verdaderamente determinaba el estatus social de cada novato, pues sólo había una oportunidad para cumplir el rito, y aquél que fracasara estaría destinado a ser tratado como un mero sirviente, como alguien inferior durante toda su vida.
Partieron entonces, cubiertos con sus abrigos de piel y equipados con sus escopetas, hacia el milenario bosque que se erigía al pie de la montaña más alta. Debían llegar antes del atardecer, pues así lo ordenaban las inmutables solemnidades del inevitable rito.
En las afueras del pueblo la niebla parecía volverse aún más densa, pero esto no preocupaba a Sherman Argüy, que había recorrido el camino en innumerables ocasiones.
Llegaron a orillas del río. Tal y como lo esperaban, el agua era ahora una materia fangosa, pestilente y burbujeante. Un túnel circular de madera conectaba ambas orillas. Se trataba de un árbol de dimensiones descomunales, que hacía mucho tiempo, luego de que una brutal tormenta azotara el valle, se había desmoronado justo en dicha posición. Los Kalahuts, aprovechando la afortunada contingencia natural, cortaron sus raíces, sus ramas, y luego calaron las entrañas del tronco.
Ya del otro lado, ascendieron por una pedregosa loma, cuya cima sobresalía por sobre la lechosa nebulosa. Los cazadores contemplaron el cielo despejado, dejando que los rayos solares bañaran de dorado la arremangada piel de sus rostros. Los jóvenes se miraron entre sí. El momento de la verdad se aproximaba.
Descendieron del otro lado y, cuando estaban por internarse de nuevo en el blanquecino océano, un misterioso viento helado sopló repentinamente, barriendo la totalidad de la bruma. Ahora podía divisarse el extenso pastizal, y allá, a lo lejos, el bosque. Y mientras avanzaban, los pastos crecían con cada paso que daban, al punto de llegarles hasta la cintura. De pronto, escucharon detrás unos gruñidos amenazantes, y vieron como los altos pastos comenzaban a sacudirse violentamente. Algo se movía directamente hacia ellos.
Comenzaron a correr rápidamente, entre los pastos que crecían y crecían cada vez más, por encima de sus cabezas. Y los gruñidos, combinados ahora con el repiqueteo de pesuñas, se escuchaban cada vez más cerca.
Corrían a ciegas, en línea recta en medio de aquel yuyal maldito, perseguidos por quien sabe qué clase de bestia. Los dos jóvenes fueron los primeros en salir a tierra despejada. Les siguieron Argüy y uno de los cazadores. Y en el momento en que el último cazador emergía de entre los pastos, algo rugió y le arrancó el bolso que llevaba colgado a su espalda. Se había salvado por muy poco.
Llegaron a los lindes del bosque en el tiempo previsto, justo cuando el soñoliento sol comenzaba a decaer, desangrándose en rayos anaranjados. Como la temperatura había descendido considerablemente, encendieron una fogata junto al senderito que conducía hacia las profundidades del bosque.
La noche envolvió entre sus brazos al valle. Y en el mismo instante en que oyeron una tétrica carcajada lejana, la luna llena se asomó entre las plomizas nubes. Una vez más, les observaba maliciosamente.
Los primeros aullidos quebraron el etéreo silencio que se cernía en los alrededores. Los cincos hombres, sentados en torno del fuego, se miraban de reojo. Detrás de ellos, en medio de la inexpugnable oscuridad, lucecillas de un color  verdoso se movían de un lado a otro, cuyos resplandores fosforescentes se acrecentaban gracias al reflejo de la luz lunar. Uno de los cazadores cargó su escopeta y disparó al aire, y si bien las lucecillas se dispersaron, una burlona risa lejana resonó de nuevo, a lo lejos, como desafiándoles. Había llegado la hora. Los dos jóvenes se incorporaron, tomaron sus escopetas, y luego de despedirse con abrazos que parecían encerrar un millón de tácitas palabras, se internaron en el bosque en búsqueda de sus presas. Cada uno debía cazar un lobo de la manada que dominaba esos territorios.
Joaquín Mallow estaba asustado. Hacía alrededor de media hora que había perdido de vista a su amigo, y ahora se encontraba solo en aquél obsceno bosque. La pequeña linterna que había traído consigo no bastaba para amedrentar a las sombras. Agitado, y sumido en el pavor más intenso, apretujó su espalda contra el tronco de un árbol. Creía haber visto algo moverse unos metros más adelante, aunque los finos rayos lunares que penetraban las densas copas no permitían una visibilidad decente. Pero, en efecto, algo se movía. Mallow acomodó su escopeta en dirección al bulto y alumbró con la linterna. Un aullido estridente le caló los huesos, pues un lobo enorme y negro se sobresaltó, evidenciando sus diabólicos ojos verdes y sus innumerables dientes. Él disparó, y el lobo emitió un feroz rugido y se alejó.
El impulso de la escopeta empujó al joven hacia atrás, así que tropezó con una raíz y cayó al suelo. La pequeña linterna se apagó y rodó por una pendiente.
Nuevamente, silencio… Mallow no se atrevía a moverse demasiado. Ahora, sin su linterna, la visibilidad era casi nula. Se arrastró en silencio hasta que acomodó su cuerpo contra un árbol cercano. Entre convulsionados sollozos, pues su cuerpo se retorcía del miedo, como sumido en un terror epiléptico, el escéptico joven, por primera vez en su vida, comenzaba a rezar. Y cada vez que completaba una frase de la improvisada oración, oía el sonido de hojas y de ramas quebrándose. Finalmente, al pronunciar el previsible amén, sintió en su cuello un aliento cálido y hediondo…
El grito de terror llegó a oíos del otro joven, Jasper Kiraly, que ya se encontraba cerca, pues había comenzado a correr en dirección al disparo que había escuchado. Pero sería difícil encontrar a su amigo en esa tenebrosa arboleda.
Mientras caminaba a paso precavido, alumbrando el suelo, oyó un gruñido a su derecha, y luego unos pasos que se alejaban. Pronto encontró a su amigo, tendido bajo el árbol. Pero ya era demasiado tarde… el lobo lo había descuartizado.
Un aullido cercano rompió el silencio.
Jasper ajustó la cinta que unía la linterna al cañón de la escopeta. Con lágrimas en los ojos, y una sed de venganza incontenible, comenzó a seguir el rastro del animal, que bufaba y aullaba desafiante. La persecución lo condujo hacia lo más profundo del bosque. Pero, para su sorpresa, desembocó en un claro circular, un terreno en donde no había árboles y donde la vegetación se teñía de plateado bajo la luz del astro nocturno. Entonces, los altos pastos comenzaron a agitarse de nuevo, y unos horrendos gruñidos se acercaron cada vez más y más. Jasper apuntó la escopeta hacia las densas malezas, y en el momento en que el enorme lobo emergía extendiendo sus garras, Jasper disparó.
Un aullido lastimero y un alarido de dolor se fusionaron en aquél momento.
Ya era mediodía. Sherman Argüy y los otros cazadores, con gran pesar en sus corazones, habían perdido las esperanzas de volver a ver a los jóvenes. Había pasado demasiado tiempo. Sin embargo, en el momento en que se disponían a partir de regreso, vieron a Jasper salir del bosque. Se encontraba gravemente herido, prácticamente cubierto de sangre. Con gran dificultad, les contó que Joaquín había muerto, y que él se había enfrentado al lobo sin lograr matarle. Apenados por estos sucesos, los hombres cargaron al joven y emprendieron la marcha de regreso a casa.
La tristeza invadió aquella tarde al pueblo de Kalahut, pues los hombres habían regresado trayendo las malas noticias. A los doctores del pueblo les sorprendió el hecho de que Jasper no hubiese muerto. Sus heridas eran muy graves y  había perdido mucha sangre. No obstante, el joven se recuperaba satisfactoriamente, y gracias a los anestésicos no se quejaba demasiado del dolor.
Tres días pasaron desde los trágicos sucesos. La naturaleza recobró su normalidad, y ya no quedaban rastros de la espesa niebla. Al caer la noche, los cazadores del pueblo partieron en busca de unos venados que habían visto pastando cerca del río. En la casa de Sherman solo quedaban la señora Yaba, quien era una de las sanadoras del pueblo, y el joven Jasper, todavía en recuperación.
Al escuchar gemir al joven, que se encontraba en la habitación de arriba, Yaba se percató de que ya era hora de llevarle los medicamentos. Subió entonces, pero al abrir la puerta de la habitación no encontró a Jasper, sino que se topó con un enorme lobo de ojos fosforescentes, el cual no dudó en arremeter contra ella y hacerla pedazos.
Quizá la Iniciación de los jóvenes de Kalahut había fracasado, pero, en algún lugar del valle, bajo la luz de la luna llena, aullaban extasiados los lobos. Celebraban el triunfo de su propio rito, el triunfo de su propia Iniciación.

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