domingo, 21 de junio de 2015

Agustín Alfonso Rojas-Chile/Junio de 2015



TÍO  JUAN
 
            Mi tío Juan fue el primogénito de tres hermanos, le seguía tía Olga y Pedro, quien a su vez tuvo tres hijos, siendo yo el menor.
            Vivíamos en el Cerro Barón, Valparaíso, en calle Caupolicán. La casa era grande, con varias piezas bien aireadas, sus ventanales daban al norte. La cocina, lugar de reunión, era amplia, una larga mesa central acogía hasta diez personas, cómodamente sentadas en dos bancos de madera.
            La amplitud de los ventanales permitía apreciar desde Con-cón hasta el Faro Punta Ángeles,  en Playa Ancha.
            En el enjambre de mástiles de navíos anclados o atracados a los sitios del puerto, sobresalían aquellos de la “Jonson Line”, cuyos cascos lucían pintados de rojo.
            En la escuela teníamos clase sólo en las mañanas, en la tarde, iban las mujeres. Almorzaba, luego apoyaba mis brazos en el dintel de la ventana de la cocina y me extasiaba contemplando el movimiento marítimo. En tal posición mi fantasía volaba recorriendo remotos lugares en otros mares, hasta que tía Olga, disponía que era el momento de hacer mis tareas escolares.
            Mi abuela Rosa falleció en 1955 sin volver a ver a su hijo Juan, quien en 1935 a la edad de 20 años se embarcó en un velero alemán con rumbo a China. Desde entonces se perdió su rastro, nunca escribió, de le dio por desaparecido.

            A mediados de abril de 1958, la ciudad de Valparaíso se encontraba cubierta de negros nubarrones, una fuerte brisa los arrastraba de norte a sur. La bandera roja izada en el mástil del “Fuerte Silva Palma” de la Armada, empotrada en el Cerro Artillería en Playa Ancha., indicaba mal tiempo; encontrándose el puerto cerrado a toso zarpe o recalada de naves.
            A las 16 horas del día 16, el viento adquirió fuerza de temporal, llegando a ochenta kilómetros por hora. Barrían la costa fuertes marejadas con olas de seis metros de rompiente en las escolleras. Sobrevino la noche. En casa, tía Olga aseguró temprano las ventanas, especialmente la de la cocina, pues recibía el impacto directo del temporal.
            Nos aprontábamos a cenar cuando alguien golpeó la puerta. Tía Olga acudió al llamado, al abrirla cambió de semblante. Quedó paralizada, asombrada, incrédula. Su mente no daba con la respuesta.¿Dónde había visto esos ojos?...De pronto dio un grito de alegría abalanzándose sobre el recién llegado: - ¿Eres Juan? ¡Estás vivo hermanito! Ven, pasa, esta es tu casa.
            Con mis primos quedamos con la boca abierta: -Será un fantasma? ¿Es de carne y hueso este personaje parado en el umbral de la puerta? Como un héroe de novela, tío Juan fue iluminado por la luz de un relámpago. En tanto, los cielos surcados por fuertes truenos, arreciaban con más potencia sobre los vidrios del ventanal.
La estatua ahí erguida de un metro ochenta de estatura, era de tronco grueso, sin ser obeso, se levantaba sobre sus piernas como columna de templo romano. Calzaba botas negras hasta la rodilla y un pantalón grueso. Sobre sus hombros un chaquetón de pelo de camello. Su rostro lo cubría una profusa barba. Amplios bigotes sobresalían sobre sus labios. Cubría su cabeza una boina griega – un poco sebosa para mi gusto-. A su espalda colgaba un saco verde, tipo naval, de aquellos usados por la marinería en sus trasbordos. Era todo su equipaje. La ampolleta que iluminaba la cocina parpadeó varias veces debido al retumbar de los truenos que corrían de norte a sur en los cielos porteños.
            Pasadas las primeras impresiones, tía Olga insistió en que pasara al interior. Fue directamente al fogón donde gruesos leños ardían calefaccionando el recinto. Se quitó los guantes empapados, el chaquetón que chorreaba abundantemente, lo colgó en una percha de madera cerca del fuego. Paseó la vista sobre nosotros. Hasta ese momento no había dicho palabra.
            Nos miraba como si fuéramos de otro planeta. De pronto abrió la boca saliendo de ella un fuerte vozarrón: -¿Tanto ha crecido la familia, Olga? – volvió al mutismo. Se sentó a la mesa, un humeante tazón de caldo de cebolla, ajo y charqui, le ofreció su hermana que lloraba de alegría. Tomó el pan, lo comió con calma untándolo en el cocimiento. Con mis primos lo mirábamos extasiados.
            Acabada la cena, nos mandaron a la cama. Los adultos, al calor del fogón y una botella de vino festejaron al recién llegado. La Lluvia, el viento, los truenos y relámpagos, seguían su festín invernal.
            Pasó el tiempo. Tío Juan nos reunía en el patio, bajo la higuera. Con la vista fija en la bahía, nos relataba historias de remotos lugares. Sus cuentos y anécdotas fueron anidando en mi espíritu deseos de aventura más allá del horizonte cercano. A los 16 años ingresé en la Escuela Naval y a los 20 egresé como guardiamarina. Junto a 120 compañeros nos embarcamos en el buque escuela, para realizar uno de los más prolongados viajes alrededor del mundo. En cada puerto de recalada creía ver o encontrarme con tío Juan. Pero todo era distinto, los puertos eran los mismos, sin embargo nada igual a los relatos escuchados con tanta atención bajo la vieja higuera.

Volviendo a nuestro personaje. Luego de algunas semanas alojado en nuestra casa, pidió a tía Olga le buscara una habitación por ahí cerca, quería vivir solo. Añoraba su camarote de abordo. El dinero ahorrado por treinta años le permitía solventar, sin restricciones los posibles años de vida que le quedaban. Fue así como, día a día, veíamos menos a tío Juan. Tardes enteras se apoyaba en las barandas metálicas del muelle Prat a contemplar el movimiento portuario. Otras veces en el Paseo 21 de Mayo se le vio llorar. Alguien lo encontró en el Muelle Barón aspirando el olor a hulla quemada que manaban las chimeneas de los buques carboneros.
¡Tío Juan no era feliz! Quería volver al mar, ese era su mundo. Trató de conseguir embarque en buques de cabotaje nacional, pero fue rechazado por su edad. Compartió sus últimos años en oscuros bares del puerto junto a viejos navegantes jubilados.
Un día, tía Olga nos dejó almorzando, mientras llevaba a tío Juan su ración. Al volver manifestó haberlo notado taciturno; un leve temblor en sus manos le hizo entender que el “parkinson” le estaba afectando. Pasaron los días, ya no salía de su pieza haciendo muy difícil su atención. La enfermedad atacó brazos y piernas. El temblor no le dejaba caminar, apenas podía comer. De común acuerdo se contrató a una señora para su cuidado durante el día, ella seguiría atendiéndolo por la noche.
             La recién llegada, de nombre Raquel, tenía treinta y siete años. Se hizo cargo del enfermo. Solícitamente cocinaba, lavaba la ropa, le rasuraba la barba, limaba sus uñas. Su cama lucía limpia y fragante. Su pequeño closet ordenado, incluso pintó de celeste el pequeño cuarto; obteniendo mayor claridad. Para tía Olga había sido una buena decisión.
     Una tarde Raquel trepó sobre un taburete para alcanzar con la brocha un rincón de la pequeña sala. El esfuerzo levantó su falda más arriba de las  rodillas quedando a la vista de tío Juan, postrado en su cama, los muslos de Raquelita; incluso divisó el borde de su calzón rojo. Su corazón latió apresurado, sintió que su cuerpo se tensaba, la transpiración cubrió su cuerpo, el “parkinson” se batió en retirada, se sintió joven otra vez. Quiso levantarse, pero ella se percató del entusiasmo que había provocado en el enfermo, obligándole a permanecer en cama. Al día siguiente, comprobó que al bajar del taburete el paciente se encontraba eufórico. Para observar su reacción, al otro día llegó con una blusa blanca que dejaba al descubierto una porción de sus abultados y blancos pechos. Una minifalda mostraba un poco más sus suaves y sensuales muslos.
             Tío Juan, no soportó el estrés a que era sometido con esa visión. Ella solícita, consciente de la atracción que ejercía su cuerpo, acercó sus labios al oído del viejo, susurrándole “TE AMO”. Le tomó la mano derecha y la introdujo en uno de sus pechos. –Si nos casamos todo esto y más será tuyo…
             Cuando tía Olga llegó por la tarde a la habitación de su hermano, encontró un trozo de papel que decía: “Gracias Olga, me caso con Raquelita”.
             Volvió a casa semi enloquecida. Concurrió a carabineros para dejar constancia del rapto de su hermano pero, ante el cartel que exhibía, le hicieron saber que nada podían hacer.
             Pasaron tres meses, la búsqueda no dio resultado. Tía Olga lloraba día y noche. Mi padre en cambio, expresaba: “Por esas nalgas, hasta yo me escaparía”.
             Un sábado en la mañana se presentó un carabinero a informar que un anciano se encontraba en deplorables condiciones en una pieza del barrio “Porvenir Bajo”, en Playa Ancha. Balbuceaba -“Olga, Cerro Barón”- Los vecinos lo alimentaban pero su estado sanitario es deplorable.
             Concurrió al domicilio indicado, era él, lo rescató de la inmundicia en que estaba sumido. Sus desorbitados ojos daban testimonio de las vejaciones a que lo habían sometido. Su cuerpo lacerado mostraba marcas de azotes y quemaduras de cigarrillos. Treinta y cinco millones de pesos fueron girados de su cuenta de ahorro bajo condiciones normales.

             Cinco días después, al llevarle el desayuno, tía Olga, encontró al tío Juan, vestido con botas de agua color negro, el pantalón grueso, chaquetón de pelo de camello, su barba gris, la boina griega ladeada al lado derecho y el saco verde a la espalda. Su cuerpo, con una soga atada al cuello colgaba de la viga maestra de la habitación. El taburete yacía volcado a dos metros de distancia. 

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