miércoles, 26 de noviembre de 2014

Margarita Rodriguez-Argentina/Noviembre de 2014

“…a nosotros nos habían dado un pedazo de campo limpio…”
Cap. XVI de Don Segundo Sombra, Ricardo Güiraldes.

“Aún en la absoluta aceptación del sueño, algo se revelaba contra eso que no era habitual”
La noche boca arriba, Julio Cortázar.


VACACIONES
No me gustan los amontonamientos en la playa. Las vacaciones se hicieron para descansar. Por eso busqué un lugar entre los médanos, donde poder continuar con mi lectura.
Aunque eran las 10 de la mañana, el sol ya arreciaba sobre mí en oleadas, atemperadas por una brisa suave que hacía volar la arena caliente.
De a ratos entrecerraba los ojos, dejando deslizar el libro, sumiéndome en ensoñaciones alimentadas por el ambiente y la lectura. Y entonces me dejaba llevar como quien se hunde en un cangrejal, suave y peligroso.
“…El campamento que anoche parecía numeroso desapareció en la noche y la pampa. Galopamos por una huella que se fue perdiendo hasta quedar entregados al campo raso. Las estrellas que nos acompañaban se iban cayendo para el lado de otros mundos.
El pasto desapareció por completo, pues entramos a los médanos de pura arena. Nuevas curiosidades para mí: los médanos y el mar. Estaba con mis dos compañeros, el rubio y el indio. Aunque sentía que empezábamos a ser amigos, no quise pasar por chapetón esperando instruirme por mis cabales. Como buenos muchachos retozamos largándonos de golpe barranca abajo…”
Me habré quedado dormida,  porque imágenes de la lectura poblaban mi sueño cuando el estruendo me despertó. El corazón casi se me salió del pecho cuando tres jóvenes por poco me pasan por encima con sus cuatriciclos. Aparecieron repentinamente de atrás del médano que tenía a mis espaldas y se perdieron rumbo al mar que, en la posición en la que yo estaba, solo era una raya azul entre dos pendientes. Me incorporé mientras se me iba el susto y comencé a conectarme nuevamente con el entorno: el rumor de las olas, el viento agitando carpas y sombrillas, la música de un parador cercano y el griterío de unos chiquilines jugando en la playa. Me pregunté con qué necesidad jugaban esas alocadas carreras en medio del gentío. Aunque a la mayoría parecía no importarle. A la gente de esos pagos parecía no importarles nada.
Todavía sentía el pulso acelerado y riéndome de mi misma volví a recostarme en la reposera; a un costado quedó el libro medio tapado por la arena, con su solapa descansando en el capítulo XVI.
A mi alrededor todo había vuelto a la normalidad, poco a poco fui tranquilizándome decidida a seguir disfrutando del momento de soledad y lejanía.
El sol de la mañana volvió de oro el arenal, encandilándome con su reflejo. Gotas de sudor perlaban mi frente y resbalaron salobres, forzándome a bajar los párpados. En pocos segundos el sueño me fue ganando nuevamente,  y comenzaron a aparecer  vagas imágenes del libro. Lo raro de este sueño era que me veía, más que eso, me sentía atrapada, de algún modo, en otra piel. La continuidad del sueño develaría el misterio.
…Me incorporé y comencé a caminar lentamente hacia el lado contrario al mar por entre los médanos. Sentía el cuerpo cada vez más pesado, hundiéndome en la arena hasta los tobillos. Tenía la piel seca y la boca pastosa. El sol me daba de pleno en el lomo.
Repeché una cuesta afirmándome bien con las patas. Por fin me ubiqué debajo de unos arbustos donde pude descansar. Escuché que alguien gritaba: “la yaguanesa es mía”. Volví a oír,  el rugir de los motores acercándose más y más. Uno de ellos se separó y vino directo hacia mí. Ahora el ruido era de galope forzado, rebenque y relinchos. Levanté la cabeza y vi  muy cerca una manada correr en estampida. Volteé y volví con dificultad sobre mis pasos. El cuero me ardía del sol, sentía la boca hinchada y parecía que los ojos me iban a estallar. A mis espaldas, los rebencazos y el apure del jinete cada vez más cerca. Parecía que el mundo se había acabado y sólo éramos él y yo. El sueño tornó en pesadilla. Intenté despertar. Frente a mí la espuma blanca y detrás la polvareda envolviéndome cada vez más. ¡Yo quería salir del sueño! Aunque parecía  que todo eso no era real, estaba asustada.
El sonido  familiar del mar acrecentaba mi confianza y me daba fuerzas para seguir. Era como los mugidos de mi madre, llamándome. Sentía el peligro sobre mí y sin margen para la huida. Fui empujada y arrastrada, forzando mi destino un jóven cruzó frente a mí; obligada a girar, aferré mis  pezuñas a la roca para no caer por lo mojado y resbaladizo del terreno. No pude evitar el revolcón y con una fuerza inexplicable, logre enderezarme.  No sé por qué extraña razón la presión que ejercían sobre mí el jinete y su caballo cedió y, sosteniéndome en mis cuatro patas, al sentir la firmeza de la arena  mojada recobré el equilibrio y corrí  lo más rápido que pude, ocultándome en el medanal.
 Al principio pensé en perderme entre la hacienda baguala. Observé que algunos trotaban por lo alto de una loma, pero algo vieron porque huyeron disparando. Lo que me hizo pensar que el peligro aún no había pasado. Ni un pasto sobre aquel color fresco que el sol teñía de suave mansedumbre. Entre la tierra y el mar, toda la costa era así. Y seguí mi instinto de vaca chúcara, alejándome del grupo.
Al caer la tarde las sombras se alargaron sobre la arena. Estaba exhausta y sentía las patas acalambradas. Flexionando los garrones apoyé el vientre en el suelo tibio y me eché a descansar al amparo de Dios. La fatiga es el mejor de los colchones y enseguida me quedé dormida.
Soñé con rebaños junto al mar, retozando mansamente. Envueltos en trajes de colores desconocidos para mí hasta entonces, entre voces y sonidos nunca antes escuchados. De pronto me vi echada con el espinazo sobre un artefacto, con las ubres al sol. Me veía diferente pero sabía que era yo. Estaba desenterrando algo del suelo, sacudiéndole la arena y, tomándolo con mis patas delanteras, para luego fijar la vista en eso.
Me despertó un ruido cercano, era el grupo del cual me había alejado. Amparados en la oscuridad y presas del nerviosismo después de un día agitado, ya varios buscaban enojarse solos.  Los más jóvenes embravecidos por el hambre, la sed y por el desconcierto que produce el ver llevarse a otros. Conociendo por primera vez la redada. Vastos en número, pero cautivos de una fuerza superior,  esperábamos la oportunidad de un nuevo acecho.
La oportunidad llegó al día siguiente y nos sorprendió en la rutina de ganado salvaje, concentrado en calmar el hambre y la sed en un medio árido y hostil que habíamos elegido para escapar del malón. Pero la memoria de la vaca es corta.
 Otra vez me acorralan. Junto a mis compañeros corremos para el lado opuesto al mar, para el lado de la gente, diría yo. Mantenemos distancia lentamente, yendo de derecha a izquierda en una fatigosa línea quebrada. Nuestros mugidos forman como una cerrazón de angustia en el aire. Angustia de las bestias libres atrapadas para servir.
Nos encontramos dentro de un gran redondel en el cual todo lo demás parecía haberse anulado. Nunca había participado en  semejante entrevero. Hay lisiados de todas clases. No sé si la angustia  que siento es por ellos, los que quedan atrás, o por los que seguimos en pié, empujados

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