domingo, 22 de junio de 2014

Javier Úbeda Ibáñez (cuento)/Junio de 2014

El espejo


Juan aún seguía en la oficina pese, a que el reloj marcaba las once de la noche. Había tenido un día rocambolesco, y no sabía cómo ponerle fin; le asustaba la idea de que ni siquiera la noche acabara con lo que había sido una jornada extenuante.

Repasó mentalmente todas las decisiones que había tomado desde primera hora de la mañana. Despedir a más de veinte empleados —a toda la plantilla de su empresa— había sido lo más complicado y doloroso que había tenido que hacer hasta la fecha. Le taladraban aún en la cabeza las escenas vividas. No podía soportar esas imágenes que se repetían una y otra vez, sin descanso, atormentándole la mente: rostros mudos, hombres derrotados delante de un abismo que les estaba ya devorando por momentos.

Antes de darse por vencido, lo había intentado sin éxito todo. Nada pudo hacer.

Durante meses parcheó la situación; fue aguantando una a una las embestidas de la maldita crisis, pero había llegado la hora de asumir la derrota. Su ilusión en un proyecto, su negocio, en el que confiaba y por el que había apostado su propia vida, ya no era suficiente. El adiós sellaba su círculo. Tantos años de sacrificios, y ya no quedaba nada.

La crisis había sido el tobogán que había acelerado la caída, pero él también había contribuido, encadenando un error tras otro, a que el batacazo fuera aún mayor.

Fue tan difícil aceptar “estar vencido”. Su empresa se iba a pique, mientras sus manos se consumían de impotencia, le hubiera gustado hacer algo más, algo más, pero qué… aunque se pasase todo el tiempo del mundo dándole vueltas siempre estaría en el mismo sitio.

Dio la cara con cada uno de sus empleados y les detalló los porqués del cierre. Le preocupaba mucho su reacción. No podía defraudarles, ahora no; muchos de ellos llevaban con él demasiados años, y nunca le habían fallado.

Se deshizo en explicaciones. Deseaba transmitirles una imagen de serenidad, pero las palabras se le aturullaban, compungidas.

Todo su empeño, el esfuerzo acumulado durante décadas, agonizaba. Sabía que acabaría quedándose solo, como un capitán de barco que ve naufragar su navío y se queda el último. Estaba dispuesto y cada vez más preparado para hundirse con dignidad.

¿Dignidad? A esas horas, y con el cansancio moral acumulado, dignidad le sonaba a desierto.

La alarma de su reloj daba ahora las doce, como un verdugo a media voz susurrando la hora del patíbulo.

Llevaba desde las siete de la mañana en la oficina, y eran las doce de la noche. La inercia lo paralizaba. Mañana, más de lo mismo; y el mañana estaba ya ahí. Necesitaba dormir, serenar su mente, pero la angustia no estaba dispuesta a darle ninguna tregua.

No sabía si iba a ser capaz de lidiar consigo mismo, ni si tendría fuerzas para soportar ver cómo bajaba, definitivamente, el telón.

Decidió quedarse a pasar la noche en el despacho. Quería estar cuando llegara el personal de la limpieza y aprovechar ese momento para despedirse también de ellos.

Las tres en el reloj, y no conseguía dormir. Tendría que haber reaccionado antes, pero uno siempre piensa que está a salvo de los infortunios que padecen los demás...

Amanecía, se levantó y se miró en el espejo. Vio dos representaciones de él mismo y una única mirada, descorazonadora, con la que empezar el día.


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