lunes, 16 de diciembre de 2013

Leonardo Parra Masso-Chile/Diciembre de 201



EL  HOMBRE  DEL  TRAJE  NEGRO
   
 Eran vagos los datos que me había dado la niña que en ese momento me interesaba, lo cual me llevó esa tarde hasta el barrio Catedral. Comenzaba el otoño y estaba cerca de Matucana, sector bastante desconocido para mí. Luego de caminar unas cuantas cuadras sin resultado positivo y, ya resignado a no tener compañía por esa tarde, emprendí el regreso por otras calles, encontrándome de pronto frente a un circo, de esos denominados como de “mala muerte”.
            Siempre me han gustado los circos. Cuando niño, cada año venía el “Gran Circo Las Águilas Humanas” que se instalaba con su lujosa y gigantesca carpa en lo que era el Estadio Barón. Frente a la estación del tren y a los pies del cerro Barón, que le dio nombre tanto al estadio como a la estación. En aquellos tiempos, sin televisión, la llegada del circo era un verdadero acontecimiento, muy esperado por toda la familia, siempre en galería. Porque además de ser más barato, encontrábamos emocionante encaramarnos en esas empalizadas desde donde uno dominaba la pista completa y, tenía un mejor ángulo para las pruebas de trapecio.
  Ir a un circo ahora me trae recuerdos maravillosos de la familia.
  Al toparme ahora, con ese circo “de mala muerte”, del cual no recuerdo ni su nombre, pero sí de su pobreza, me quedé observando. La carpa principal, alguna vez fue blanca, era pequeña y se notaba muy deteriorada. Lucía muchos parches, incluso algunos de otro color, mostrando una pobreza casi dolorosa. Muy pegadas a la carpa principal, especialmente detrás de ésta, aparecían a modo de polluelos arrimándose a la gallina madre, pequeñas carpas tanto o más deterioradas que su protectora; eran las habitaciones de esa gente.
   A un costado de la entrada principal estaba la banda del circo, tocando alguna melodía con más bulla que ritmo. Estaba compuesta por una trompeta, un saxofón, un tambor y un bombo con platillos, bastante desafinados. Casi al lado de ellos había un hombre de traje negro que invitaba a entrar, indicando a la boletería. Pese al aspecto que mostraba el circo que, seguramente, ofrecía un espectáculo menos que mediocre, sentí un irresistible deseo de entrar. No me dirigí a la boletería, sino directamente al hombre del traje negro, mostrándole mi placa de Detective, que en esos tiempos era de bronce, la había recibido solo unos meses antes. Dije al pasar: -“Buenas tardes…Policía de Investigaciones”- el hombre, de inmediato muy amable me dijo: -Adelante jefe- y me acompañó hasta más adentro, indicándome la zona de la platea. Ésta consistía en dos corridas de sillas alrededor de la pista. Al momento de señalarme una de las sillas como mi localidad, me dijo muy compungido:
- Gracias Jefe, por acompañarnos en nuestro dolor.- Me senté a esperar que comenzara el espectáculo, sin entender sus palabras. Minutos después, comenzó la función y el mismo hombre de traje negro, haciendo de Señor Corales, se dirigió al público que no era tan escaso y, junto con anunciar el gran espectáculo de su circo, me aclaró el asunto “del dolor”. En forma muy emotiva y con algunos gemidos y sollozos, dio a conocer que estaban de duelo, esa madrugada había fallecido, de un infarto, su hermano, el principal payaso del circo, el payaso “Lechuguita”.  Así el hombre del traje negro, fue presentando a sus artistas, payasos, trapecistas, malabaristas y equilibristas. Estos al ser anunciados salían todos casi llorando, algunos de ellos exhalando fuertes sollozos, pues de una forma u otra, todos eran parientes del difunto que estaban velando en una de las carpitas pequeñas. Pronto apareció, en la pista, la viuda del Lechuguita, llorando por el que había dejado el aserrín y sus payasadas para siempre. Igual hizo su número que era una especie de telepatía. También dos hijos que eran los trapecistas y, una hija que hacía una especie de baile sensual con muy poca ropa, manipulando diferentes artefactos, a modo de malabarismo, sin dejar de llorar durante toda su actuación.
   Así, se fue desarrollando la más trágica función imaginable de este circo, porque al empezar y durante cada número que se iba presentando, se recordaba al difunto payaso. Él ya estaba en ese otro mundo desconocido, donde no puede hacer reír. En cambio aquí cada actuación era interrumpida por desconsolados sollozos que, hacían entrar a la pista a otros artistas a fin de calmar al afectado, siempre seguidos por el hombre del traje negro quien, una y otra vez, se dirigía al público explicando la congoja que afectaba a esa, su familia circense.
   Luego de ver la actuación de una decena de artistas, el hombre del traje negro anunció el intermedio, aprovechando de invitar al “respetable público”, a pasar al interior del circo para presentar un respetuoso homenaje al payaso “Lechuguita”. La curiosidad y el morbo movieron a casi toda la gente que comenzó a desfilar hacia el interior del recinto, para ir pasando como en fila india, por la pequeña carpa que hacía de capilla ardiente. Sólo para mirarle la cara a Lechuguita, quien yacía en un ataúd negro, muy sencillo, descansando sobre un atril con cuatro candelabros con ampolletas encendidas.
   Como Detective de la Brigada de Homicidios de Santiago, no resistí la tentación de ver un muertito más y me acoplé al séquito de curiosos, para “rendirle un homenaje” a un payaso que nunca conocí. En el camino se me acercó el hombre del traje negro para contarme la historia de la tragedia que los afectaba…-Anoche…Jefe…después de la función, mi hermano comenzó a sentirse mal, como ahogado, lo que nos obligó a llevarlo rápidamente al hospital. Pero la cosa se fue agravando más y más y, se nos fue. Tenia sólo 54 años”…- y rompió en llanto. Tuve que abrazarlo y decirle algunas palabras de consuelo, de esas que uno no siente.
   Ese intermedio fue mucho más largo de lo acostumbrado, porque algunas señoras del público, rezaron por el “Lechuguita”, por el eterno descanso de su alma.
   Comenzó la segunda parte, con una actuación más de los payasos que, al igual que, en la primera parte del espectáculo, hacían notar la ausencia del payaso principal, mostrando rutinas para tres y actuando sólo dos. Trataban de hacer reír llorando al difunto.
Admirable fue el hecho de que a pesar de la pésima calidad del tragedioso programa, nadie del público abandono el circo, más aún, algunas mujeres lloraban y compraban la foto del Lechuguita que iban vendiendo por las graderías.
   El número culminante fue al final de la función, cuando uno de los hijos del finado, se subió con una silla al trapecio Se equilibraba sentado en ella y como proeza final debía dejar caer la silla hacia atrás, para quedar en el trapecio, colgando de los pies. Fue en esa parte final y peligrosa, cuando la madre del trapecista y viuda del Lechuguita, entro corriendo a la pista y con gritos desesperados comenzó a pedirle a su hijo, que lloraba sin consuelo en lo alto del trapecio…- ¡Hijo mío!…!por favor no lo hagas…el público lo va a entender…!- gritaba y dirigiéndose a las galerías, exclamaba- ¡ Por favor…pídanle que no lo haga…! ¡Él está muy mal y se puede matar…es muy peligroso…!-sollozaba…-Ya es mucha nuestra desgracia. - El público contagiado comenzó a gritar - ¡No…No lo haga! ¡No importa, que no lo haga!…
!Bájese ya!…- Incluso algunos hombre de la galería corrieron hasta la pista para recibirlo, por si caía, incitándolo al mismo tiempo a que se bajara. Pasaron varios minutos en ese griterío y, el muchacho contestaba a viva voz -¡Tengo que hacerlo…! ésto me lo enseñó mi padre…!tengo que hacerlo…!- y de pronto se lanzó hacia atrás, dejando caer la silla, para quedar suspendido de los pies. Fue como un solo grito del público y de todos los que estaban en la pista, grito de pánico que de inmediato se transformó en un estrepitoso y largísimo aplauso. No solo la madre lo abrazaba, también los otros miembros del circo y los del público que habían invadido la pista. Yo observaba todo ese irrepetible, único y emotivo espectáculo, a sólo un par de metros.- Fue un hecho verídico e imborrable para mí. Me hizo comprender muchos valores que a veces no apreciamos, dándome cuenta que en el circo, el show siempre debe continuar y, es del circo de donde salió la frase del payaso Garrid :-“Reír con llanto y llorar a carcajadas”. (Grupo Literario Literatis)

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