miércoles, 20 de noviembre de 2013

Marcos Polero-Miramar, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2013



EL DUEÑO DEL ALTILLO



Siempre lo consideré como un hermano menor. Lo quise. Al principio me movió la lástima. Su retraso mental conmovía mi sensibilidad infantil. Pero en poco tiempo Albertito se ganó mi cariño. Su familia alquilaba la casa contigua a la mía. Éramos compinches a pesar de las diferencias intelectuales. Podíamos conversar largamente siempre y cuando yo me adaptara a sus códigos y compartiera su mundo que tenía una lógica propia.
Estaba obsesionado con mi altillo. Venía casi todas las tardes a mirar por las ventanas. A veces conseguíamos prismáticos.  Allí se sentía dueño del barrio, controlando la cuadra desde su altura dominante.
 Me hablaba de perros. No le gustaban. A algunos les atribuía miradas humanas. A esos los odiaba.
Yo trataba de entenderlo y cuando no lo lograba le seguía la corriente.
Sobre algunos sucesos de nuestra niñez no tengo un recuerdo claro, mas bien pantallazos  que aparecen sin sentido ni lógica. Escenas incomprensibles que no termino de dar por ciertas.
Recuerdo que una tarde Albertito me hizo jurar silencio acerca de no sé cual secreto y juró otro tanto él mismo sobre el cadáver del perro de mi vecino que por una razón  misteriosa se encontraba despanzurrado en mi propia terraza.
Pero, a medida que crecíamos, algo en mi vecinito comenzaba a inquietarme. A veces desconfiaba de él. Lo creía dueño de una fuerza satánica, o algo parecido —Mucha película de terror— me decía a mi mismo para despejar las dudas.
Cuando cumplí los trece nos dejamos de ver. Yo había comenzado el secundario y disponía de muy poco tiempo. Al año, con mi familia nos mudamos al centro para estar más cerca del trabajo de papá.
A pesar de todo siempre guardé gratos recuerdos de las tardes con Albertito en la terraza o en las ventanas del altillo escuchando sus charlas extravagantes. Es natural en seres humanos  recordar selectivamente los mejores momentos y olvidar los peores.
Supe en forma indirecta del accidente de su maestra diferencial. Esta se había precipitado desde lo alto de las escaleras que dan a la sala de huéspedes de la casa de mi amigo.
También supe hace muy poco que su tío, porque él vivía con sus tíos, le había comprado a mi padre la casa donde pasé mi niñez, la contigua a la suya. Me alegré por Albertito. Ahora podría tener su propio altillo.
Quise saber que era de la vida de mi antiguo compinche. Mala idea. Yo ya estaba en la facultad con media carrera encima. Para él no habían pasado los años. Era el mismo niño de entonces.
Me reconoció ni bien entré aunque sentí un resquemor en la bienvenida.
—Ahora es mí altillo— me advirtió —sólo mío, entendelo.
—Si, si, lo entiendo.
Tengo mucho miedo. Me golpeó en la cabeza. Me chorrea sangre por debajo del ojo y en la nuca. Me está amenazando con un atizador. Ahora entiendo lo del perro muerto y lo de la maestra desnucada al pie de las escaleras. Por ahora sigo vivo. Creo que me volverá a golpear. Ojalá que mi padre o su tío aparezcan.
¡¿Qué hace?! Vuelve a levantar el atizador de hierro. Estoy muy débil, no me puedo mover, no me puedo defender ni pedir auxilio. ¡Me va a volver a golpear! Ni siquiera puedo gritar. Me va a…

1 comentario:

Marta Susana Díaz dijo...

Marcos: es tan bueno este cuento que luego de muchos años no lo había olvidado...Lo escribiste en tu curso con Ricardo. Es atrapante, lleno de misterio y con un final terrorífico.
Yo también te pregunto: ¿para cuando una recopilación masiva en un libro?