domingo, 23 de junio de 2013

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Junio de 2013



HUAHINE


            Cuando los hombres y mujeres vivían en comunidad pero había castas como hasta ahora –si bien cambiaron su nombre por el de elites-, en una distante isla del Océano Pacífico, reinaba Aponesio, descendiente de navegantes de míticas migraciones marinas.  Observaba preocupado el crecimiento de su única hija mujer,  porque no vislumbraba dentro de su isla, un joven que la igualara en belleza y conocimiento. Huahine, había cruzado –a pesar de los impedimentos- miradas con uno de sus vecinos próximos y sus gestos habían hablado lo que sus bocas no podían.
            Los legados de sus ancestros decían que sólo un padre podía elegirle compañero a las hijas. Huahiné respetaba a sus ancestros con los que convivía, porque todos ellos moraban bajo tierra a la entrada de la casa. Uno de sus ritos consistía en correr descalza cada mañana  hasta la gran casa y saludarlos, habiéndose antes colocado una rosa china roja detrás de su oreja. Después, y mientras desayunaba, viajaba con su imaginación, masticando las nueces y avellanas, por las aguas de colores del atolón. Otras, se echaba sobre la arena,  penetraba en esa especie de laguna, chapoteándola, hasta sumergirse como un pez disfrutando de los caballitos de mar, las estrellas y los corales, más algunas anguilas curiosas que le hacían rueda.
            Aponesio, el Gran Jefe, perdía noches de sueño y como hombre añoso y respetuoso de la palabra de su árbol genealógico, había descubierto cruces de ojos glamorosos entre su hija y Nui, un hombrón de la comunidad que hacía piruetas con su piragua o estampaba con henna figuras extrañas en los brazos de la gente. No tenía la altura típica ni el color de los ojos del lugar. Era más bien, alto y su mirada celeste. Y en las celebraciones,  su voz potente y canora sonaba en las waitas o cantos.
            Preocupado por su hallazgo, decidió conversar con  Huahiné en medio de sus revueltas ideas. Mientras tanto, cortó un árbol de pino de madera roja y comenzó a ahuecarlo sin descanso. Pasado un tiempo, y terminada la tarea, llamó a Huahiné, para que juntos conversaran junto al más antiguo Marae, lugar de sacrificios y oratorios al que sólo podían extender sus manos y tocar su piedra, los Jefes de las distintas tribus, para evitar la ira de los dioses. Apoyando su manaza  izquierda en la roca amarronada y caliente por la temperatura, le pidió obediencia a la que ella asintió deslizando sus largos dedos, en forma secreta, para pedir un deseo.
            De noche, su padre le ordenó que se introdujese en aquel tronco desvastado con amor, hueco, con forma de un cómodo lecho. Le alcanzó  bolsas de maíz tostado y frutas porque para agua tenía el océano. Antes de partir, tatuó en su brazo la flor de nácar para que otros conocieran su identidad, y en un segundo, echó el tronco llevando a su hija como en odre, dentro.
            Las noches y los oleajes adormecieron a Huahiné pero su llanto continuaba aún en sueños. En medio del mar, espiaba por unos orificios de la parte superior y veía a lo lejos piraguas y chalupas con dibujos de su lengua oral, que conocía. No sufría frío porque la temperatura no variaba con las estaciones, sólo temía el enojo de los dioses con la revuelta de las olas que a veces la golpeaban.
            Un amanecer despertó sacudida, y creyó ser empujada, conducida y la duda aceleró sus latidos hasta transformarse en sorpresa, asombro. Una voz, conocida, decía su nombre.
            Por horas, navegó sin saber su destino. Reconoció el cambio del piso flotante por otro más firme.
            Un ruido cada vez más cerca de su cabeza, le dijo que alguien serruchaba la madera y cantaba canciones de ceremonias mientras la liberaba de ese incómodo camastro, ya que por tantos días en la misma posición, había tomado la rigidez de la estatua.
            Era Tupai, quien la colocó sobre la arena y con su boca empezó a recorrerla llenándola de vida. Se desconoce cuánto tiempo frotó su carne con romero y menta y coronó de flores distintas, su cabeza. Le enseñó otra vez sus pasos, a caminar en la arena y zambullirse en el agua. Construyó una casa de madera sin ancestros a la vista, porque los tenía adentro, junto a su corazón, y un día después de muchas lunas, supieron que estaban prontos a ser padres. Nació una niña, Maupelia, y la placenta de Huahine fue enterrada en la tierra como símbolo de fertilidad. El viejo culto de enviársela al padre de la mujer, rito multiplicado a través de siglos, había sido cambiado. Y otras placentas continuaron poblando la tierra de esa isla.
            La gente del lugar observó primero con miedo la alteración del orden guardado por miles de centurias  pero se convencieron –abandonando los viejos mandatos culturales- que entre un hombre y una mujer que se aman no hay intermediarios.
            La noticia corrió por otras islas, y el Gran Jefe con estupor escuchó la nueva.
            Primero, entrelazó su cabeza en sus manos, como vencido pero el ruido de las olas lo despertó de su estado, y entonces una sonrisa apareció en su arrugada cara.
             Huahine y Tupai se habían rebelado y los dioses callaban en señal de complicidad. Una sola pregunta se incrustó en su mente. ¿No sería que los dioses formaban parte de la imaginación de los hombres?
             Arrugado y cansado, Aponesio, caminó hasta la tribu vecina. Se sentó frente a una choza de madera trenzada con mosquiteros colgantes, y aguardó que una mujer, prohibida por sus padres, anciana como él, emergiera de la casa.
            Fue un cruce de sonrisas, nada más pero el corazón de ambos trotó por sus cuerpos.

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