miércoles, 22 de mayo de 2013

Marta Díaz Petenatti-Zona Rural de la Provincia de Santa Fe, Argentina/Mayo de 2013

VOLVER A NACER

Se llamaba Inés. Tenía 7 años. Una vida corta, intensa, rodeada de abandonos y falencias.

Hija natural de Milena, mujer adicta a las drogas. Para poder  obtenerlas vendía su cuerpo al mejor postor. El embarazo no fue previsto ni querido. Recurrió a todo  para detenerlo, pese a ello Inés sobrevivió  y en un amanecer de mayo vino al mundo. Fue la alegría de médicos y enfermeras quienes trajeron ropas, perfumes, pañales pues ella no había traído nada.

Pesó 2.500 kgrs. Al nacer no lograban hacerla llorar, la enfermera afanosamente comenzó a masajear su pecho, a insuflarle oxígeno. El pediatra, mirándola con lástima le dijo:
_Basta Elena, ya no más. Ella siguió incansable.  De pronto un chillido agudo inundó la habitación que hizo que Elena llorara por los nervios, la emoción, la alegría.
Todos comentaban de su milagro pero ella aparentaba enojo aunque se sentía orgullosa de lo que había logrado.

Era hermosa. Su ahora carita rosada enmarcaba unos ojitos  achinados, negros cual carbón. Su madre no la miró en ningún momento. Cuando el Dr. quiso ponerla sobre el  pecho para que sintiera su calor iniciando así el primer contacto, comenzó a gritar de tal manera que tuvieron que sacarle  la niña.
Elena la tomó entre sus brazos, la envolvió con un mantón, y apoyando su boca a la carita le hablaba despacio mientras la acariciaba.

A la madre era imposible hacerla callar. Tuvieron que llamar a la psicóloga. Luego de una larga charla privada en el box del hospital, la profesional salió y le dijo a la enfermera:
_ Por favor, prenda la nena al pecho así comienza con la succión.

A pesar de ello,  el vínculo no logró formarse.  Luego de dos días dejaron el Hospital.
Elena había sido trasladada  a una Sala Asistencial del centro. Cuando volvió para  ver a Inés no la encontró más. La buscó muchos años junto a una enfermera amiga que también había asistido al parto, pero el domicilio dado no era real y no tenía ningún otro dato para ubicarla. Con el tiempo dejó la búsqueda más no pudo olvidarse de la niña.

Pasaron  días, meses, años. Inés fue creciendo, era muy  bonita.
Tenía ya cinco años de una vida de miserias y necesidades. Su madre, cada vez necesitaba más dinero para satisfacer sus vicios, ella era testigo mudo de visitantes de todas las edades a todas horas. Cuando alguien llegaba a su casa, debía irse al patio.

Eran tantas esas salidas que llegó a armar su propio refugio. Con chapas viejas, maderas y mucha voluntad hizo un lugarcito para ella y su muñeca preferida, esa que encontró tirada en la basura porque a una nena que todo tenía ya no le gustaba más.
La llamó Paquita,  era su eterna compañera. Aquella muda observadora de su vida que, pese a su silencio, la acompañaba como sólo puede  hacerlo una amiga real.
Comía lo que encontraba en la calle. Su cuerpito siempre estaba sucio,  la higiene no era una palabra conocida,  la pre-escolaridad no figuraba en su agenda como tampoco ropa digna y necesaria.

Siempre miraba detenidamente a los niños que iban a la escuela, era algo que naturalmente la atraía y pese a su falta de contacto con la cultura o la educación tenía una inteligencia innata que comenzaba a mostrarse.

Una mañana fría y lluviosa, vio aterrada como un grupo de personas se acercaban a “su refugio”. Era una Asistente Social, autoridades del Consejo del Menor y la Familia, el Juez de Menores y un Policía tutelar. Habían recibido una denuncia anónima y luego de un seguimiento llegaron para darle a la niña una vida mejor.
Lloró mucho cuando la llevaron, gritaba por su mamá pero ésta, obnubilada por las drogas y la vida miserable permaneció inmutable.

Fue ese día cuando dejó de ver a su madre, la Asistente Social, una señora dulce, agradable, cálida, le prometió que la volvería a ver cuando ésta estuviese curada.
La llevaron a una casa muy grande, con muchas niñas. Todas estaban vestidas de la misma manera. Eso no le gustó.

Quedó al cuidado de Irene, una pseudo mamá con mucha ternura, paciencia y dedicación. La primera vez que vio la bañera con agua perfumada y  espuma se asustó muchísimo, pero no demostró su miedo, se dejó llevar y su cuerpo reaccionó favorablemente ante la inigualable sensación que da el agua tibia sobre el cuerpo.

Fue convirtiéndose en una niña vivaz, intuitiva, íntegra. La escolaridad la envolvió y sus ansias de saber eran comentadas entre las maestras de la escuela.
En el Hogar le enseñaron a rezar y durante cinco años, cada noche, oraba por esa mamá que si bien su imagen estaba deslucida por el tiempo transcurrido, la tenía  en el lugar de los recuerdos de su corazoncito.

Un día la llamaron del Juzgado. Le comunicaron fríamente que su madre había muerto. Sintió que su corazón daba  latidos diferentes pero luego volvió a la normalidad. Apretó muy fuerte la mano de Irene, preguntó dónde estaba su madre sepultada,  bajó la cabeza y salió presurosa  del despacho del Juez. Ya en la calle se apoyó en la pared y  sus ojos negros, inocentes, se nublaron de lágrimas. Se abrazó fuertemente  a Irene, le pidió conocer la tumba de su madre. Ahí fueron, se inclinó sobre ella, rezó bajito, se levantó con dificultad y  nunca más quiso hablar del tema.

Pasaron los años, Inés terminó la escolaridad primaria, secundaria y le faltaba una materia para recibir su título de Doctora en Medicina. Todos estaban orgullosos de ella. Seguía viviendo en el hogar, y esto le fue permitido gracias a su constante ayuda al hogar y  a las niñas que ahí vivían. Ocupaba el lugar de hermana mayor, el ejemplo, la consejera.

El día tan ansiado llegó y el hogar se vistió de gala para recibir a la flamante doctora. Todo era risas, alegrías, nada ni nadie pudo nublar la felicidad que tenían. El esfuerzo de Inés había recibido su recompensa.

Se especializó en Nefrología. Sus pacientes la amaban. Ella los acompañaba con toda su dulzura y cariño en esas largas e interminables horas de diálisis.
Un día ingresaron dos pacientes nuevos. Una de ellas era una señora de edad con una insuficiencia renal aguda. Entró con un coma úrico y se le indicó tres diálisis semanales.

Puso todo su empeño en ella, era increíble cómo esperaba ansiosa la hora de llegada de esa paciente dulce, resignada, que nunca se quejaba de nada pese al sufrimiento físico y psicológico que produce una dialización.

Horas enteras a su lado, charlaban como grandes amigas. La anciana siempre la miraba fijamente y le decía que sus ojos le traían paz a su alma, que era como mirar a las estrellas pese a que eran  negros como la noche.
Inés la tomaba de la mano y se la acariciaba, la llamaba “abuela” porque así la sentía, y a ella le encantaba. Todos sus pacientes recibían nombres especiales. Los llamaba abuela, abuelo, tío, tía. Estos epítetos creaban un vínculo tan fuerte y especial entre ellos que los unía con mucha más  firmeza  creando  entre ellos una resiliencia digna de admirar.

La  madrugada del 24 de diciembre la llamaron de urgencia, una de sus pacientes había hecho nuevamente un coma úrico y estaba grave.
Fue el viaje más rápido que hizo en su vida. Ya en el sanatorio y consultado con sus colegas llegaron a la conclusión de que lo único que podía salvarla era un transplante, pero el tiempo les jugaba en contra. Imposible era encontrar un dador compatible,  que no sea cadavérico,  en tan poco tiempo.  Sin pensarlo dijo:
_Háganme la prueba de compatibilidad, si lo soy,  le daré mi  riñón.
Los médicos trataron inútilmente de convencerla, pero cuando tuvo el resultado donde le dijeron que era compatible ni siquiera lo dudó.

A las diez de la noche,  ya le estaban poniendo su riñón, ese mismo que la sacaría de su estado de inconsciencia y la traería nuevamente a este mundo. Faltaban sólo dos horas para  la Navidad.

Habían pasado dos días de la operación y del difícil y complicado trasplante cuando  ingresó  a terapia intensiva a visitar  su paciente. El médico terapista la recibió risueño, le mostró la ficha con la evolución de la paciente y le dijo muy seriamente:
_Inés, creo que estuvimos ante un milagro de  Navidad. ¡Era casi imposible pensar que podría resistir!

Inés se acercó a la cama de su paciente, le tomó la mano en señal de cariño. Ella la miró agradecida, sus labios le musitaron un tímido ¡gracias! que Inés atesoró en su corazón.
_Me salvaste la vida Doctora _le dijo_sin vos hubiese muerto.
Debe ser  verdad lo que dicen que en la vida todo vuelve y que la Navidad trae esos misterios inexplicables.
Porque ¿sabés que yo le salvé la vida a una beba hermosa que todos daban por muerta?
Se llamaba Inés, como vos, pero nunca más la volví a ver.

Inés se aferró a la baranda de la cama. Recordó que en la ficha médica que figuraba en el Hogar hablaba de lo sucedido en su nacimiento y que fue salvada gracias al afán de una enfermera llamada Elena Almada, exactamente el mismo nombre que figuraba en la historia clínica que tenía en su mano.

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