miércoles, 22 de mayo de 2013

Marcos Polero-Miramar, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2013

ACÁ, ALLÁ…

Caminaba lento, arrastrando los pies por los pasillos. Afuera hacía frio. Tenía que hacer tiempo y aprovechar la calefacción del museo
. Miraba distraídamente las pinturas pensando en otra cosa: En el próximo examen (farmacología, bastante difícil), en la familia (la de acá y la de allá), en el frio que entraba por las rendijas de la pieza y calaba los huesos, en los mocasines con plantillas de cartón sobre la media suela agujereada, en las hojas de diario debajo de la ropa.
De pronto se detuvo, como hipnotizado. Aquella tela parecía tener poderes magnéticos. Le resultaba imposible dejar de mirarla. Pinceladas amarillas y anaranjadas denotaban cierta iluminación en un ambiente más bien sombrío, de predominantes verdes oscuros.
—Waranqasach’a— dijo sin reconocer su propia voz.
Y en un momento estuvo del otro lado, rodeado de bosque. No podía ver claramente hacia la galería. Sombras difusas observaban pero sin reparar en él, las miradas lo atravesaban sin percibirlo.
Dio la espalda al enmarcado y apuntó hacia el horizonte. Allá, a lo lejos, una enorme mancha inmensa de oro con oleaje, como un mar. Se acercó, eran maizales.
—Chuxllu— dijo, sin entenderse.
Miró hacia aquí y hacia allá. Una choza de piedra, una mujer apaleando un mortero. Dos pequeños cuchichiando en la misma lengua que hablara su abuelo, descendiente directo de nobles incas, esmerado guardián de las tradiciones de su pueblo, empobrecido hasta la indigencia, sobreviviendo en las calles de La Paz.
Las antiguas historias que contaba el awkillu parecían revivir en las escenas que iba encontrando.
El viejo, luego de cada relato insistía:
—Escucha, escucha, esto es lo que ha pasado, debe sobrevivir al tiempo, tienes que repetirlo a tus hijos y ellos a sus hijos.
Algunas casas se esparcían desordenadas por el amplio valle,
—Wasi-yki-kuna— exclamó, como si hubiera hablado otra boca.
Al fondo se recortaba, majestuosa en el horizonte, una ciudad imperial.
— ¡Cuzco!— casi gritó, sin saber de dónde salió esa palabra. Caminó por un cementerio sagrado. Las guacas miraban al vacío con su unánime gesto acusador.
Anduvo entre las gentes, invisible a su pesar, dando grandes pasos, cruzando los bosques, los desiertos. Así llegó a la playa. Algunos barcos acababan de anclar. Hombres de piel blanca y cabellos rubios como los maizales,  transitaban la ladera calzados de peto y casco, en fila india y se sumergían verticales en la bruma densa que era la respiración de la selva montañosa.
Surcó el aire una flecha, dos, miles. Cayeron armaduras plateadas. Se oyeron explosiones de fuego. Saltaron  tripas, brazos; reventaron cráneos  salpicando  sesos.
Subió una hoja afilada, bajó cortante. Caían orejas, narices, pechos de mujer, cuerpos mutilados de niños. Una espada golpeó. Sonaron cañones.
Se abrió la tierra tragando millones de almas que quedaron encerradas para siempre en un infierno de roca viva; de roca plateada, de roca dorada. Y el polvo sofocante y el olor pestilente y los huesos. Y montañas de oro y plata, y montañas de cadáveres y calles empedradas con lingotes y calles regadas con manantiales de sangre y largas filas de empalados interrumpiendo el verde paisaje.
Hordas de bravos a lanza y boleadora saltando en pedazos al son de las explosiones. Hambre, sed, muerte, olvido, destierro, derrota, esclavitud…, desprecio, desprecio, desprecio.
Selva destrozada, animales muertos, muebles lujosos, atuendos de pieles. Jaulas ridículas llenas de seres salvajes, jaulas rodeadas de seres salvajes.
Y el recuerdo: La niñez miserable en Potosí, la casucha de madera y paja. La felicidad con muy poco (una pata seca de gallina, una pelota de trapos viejos envueltos en una media, correrías por las calles polvorientas). Los atardeceres, las historias del awilu describiendo una época grandiosa de paz y abundancia, de antes que llegaran.
La mudanza a La Paz donde mamá había conseguido colocarse como cocinera en una casa lujosa, donde awilu podía vender vasijas y cacharros  de su propia fabricación.
La adolescencia, el amor. Victoria Quispe, el juramento de nunca separarse. El abrazo en la dársena del micro con destino a Buenos Aires.
Y aquellos últimos años, el trabajo de sábados, domingos y feriados como lavaplatos en la confitería del Paddock del Hipódromo Argentino; la facultad de medicina, la comida escasa. La piecita de la pensión compartida con dos compatriotas y un peruano, donde se cocinaban en verano y se congelaban en invierno. Y las promesas del título y el dinero y la casa para traer a los suyos…
El agente de vigilancia encuentra un chico desmayado, mira su atuendo y con un poco de asco trata de sentarlo.
Usa el Handy: —Jefe, acá, en la sala de pinturas se desmayó un tipo, un negrito, parece de la villa, habrá venido a robar. Seguro que está drogado.

Palabras en Quechua:
Awkillu y awilu: Abuelo
Chuxllu: Mazorcas de maíz (choclos)
Wacas: Monumentos fúnebres
Wasi-yky-kuna: Sus casas
Waranqasach’a: Mis árboles 

1 comentario:

Marta Susana Díaz dijo...

Marcos: Siempre arremeten contra los que menos tienen los más fuertes y poderosos.Me encantó el relato con las palabras originarias. El ir y venir al pasado y al presente. Atrapante e ilustrativo. ¡Felicitaciones!