jueves, 25 de abril de 2013

Marcos Polero-Miramar, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Abril de 2013

DESALOJO  II


Estaba seguro que la orden iba a llegar en cualquier momento. ¿Y qué podía hacer? Se encontraban acuartelados desde la víspera. Si bién la radio y la televisión no informaban  nada,  se lo había escuchado a un superior.
—Esos zurdos están infiltrados entre la gente de la villa— dijo el subcomisario.
— ¡Negros de mierda! —Escupió un oficial— ¡ya me tienen cansado!; ¡hay que darles duro!; ¡habría que matarlos a todos!
—Tenemos el apoyo del cuartel de La Tablada, pero no van a intervenir a menos que sea imprescindible. Además vienen con nosotros ocho topadoras y diez camiones de la municipalidad.
—Pero esos son mas problemas que ayuda, son civiles— intervino otro oficial.
—Dígale a la tropa que esté atenta hasta nueva orden, que llegará en cualquier momento— cerró el diálogo el oficial superior.
¡Maldita la hora! ¡Maldita idea! La desesperación lo había llevado a entrar en la policía. Tenía dos hijos que mantener y su mujer no podía trabajar hasta que el mas chiquito dejara de ser un bebé.
A ella también le había parecido una buena idea. En el centro de reclutamiento de la calle Uspallata llenó las planillas. Donde tenía que poner la dirección mintió. Si escribía la verdad: Avenida del Trabajo 6300, manzana 10, casa 25, seguro que no entraba. Anotó la dirección del compadre Alberto: Lacarra 192.
Cuando lo aceptaron tomó sus precauciones. Nunca andaba de uniforme por el barrio. Se cambiaba en la estación de servicio de Avenida del Trabajo y Murgiondo. Trataba  que ningún conocido lo viera. En la villa nadie sabía su ocupación.
—En una empresa de limpieza— Decía Horacio cuando alguien preguntaba sobre su trabajo— Nos pagan muy bién.
Así pasó su primer año en la Federal.
—Cuando cobre el aguinaldo de julio nos mudamos. Tengo vista una casita en Villa Bosch, chiquita, pero muy cómoda— Le decía a Olga, su mujer— Tiene dos piecitas, una para las camas de los pibes.
El aguinaldo se gastó en la enfermedad del más chiquito. Había que alquilar el nebulizador,  comprar la cámara aireadora y los antibióticos. La mudanza tuvo que esperar.
Desde la semana anterior en el barrio corría la noticia de que el gobierno militar planeaba desocupar los terrenos. La intención era desguazar la Villa, “desaparecerla”.
Horacio tenía la certeza, se había filtrado la directiva en el comando, pero no podía decir nada.
En el edificio en ruinas que hacía de centro vecinal se reunieron los delegados y decidieron tomar medidas preventivas. Discutieron las posibilidades y  prepararon los dispositivos para resistir el eventual desalojo.
Llamaron a asamblea. Horacio estuvo presente.
—Se que el desalojo es un hecho— comentó
— ¿Y vos como sabés?— le preguntó Coria, cabecilla principal del barrio.
—Lo se de buena fuente, de un bicho gordo.
—Pero ¿Cómo?
—Se supo en la empresa donde trabajo, indirectamente, pero les juro que es “posta”.
—Y hay que movilizar a la gente. Tiene que ir toda la villa— dijo el representante de la manzana catorce.
—O mejor, cortemos Avenida del trabajo, en la esquina De la Torre y armemos un tremendo despelote— propuso otro colaborador.
Desde el fondo del galpón, una mujer se ofreció en nombre de las madres del barrio para pararse firmes delante de sus casas y no moverse hasta que las topadoras se pegaran media vuelta o les pasaran por encima.
El clima se calentaba. Las propuestas eran cada vez más radicales. Los delegados tuvieron que moderar los ánimos y dar forma a un plan de lucha coherente. Debían tener en cuenta que muchos compañeros habían desaparecido y que la cana hacía racias donde rompían las paredes de las prefabricadas, apaleaban a las mujeres, amenazaban a los pibes y se llevaban a los vecinos en plena madrugada.
Horacio no dijo más nada. Escuchó las propuestas.  Pensó en lo valiosa que podía ser esa información  para sus superiores, sin embargo él  no era buchón.
Ahora, acuartelado, sin posibilidad de ver a su mujer y a los pibes, esperaba la catástrofe o el milagro de que nunca llegara esa directiva que tanto temía.
Sin embargo, a las cuatro de la mañana la orden llegó. Subieron a los camiones de a ocho, armados hasta los dientes y entraron por Avenida del Trabajo, desde General Paz. Detrás de los vehículos policiales, los camiones de la municipalidad  andaban lentos en fila india para no romper la culebra que reptaba por la avenida y cuya cola estaba integrada por las grandes topadoras con sus cuchillas amenazantes en alto.
Finalmente, al bajar el empedrado, preparados para actuar, se encontraron con un ejército de mujeres formando un muro humano de contención, acompañadas de chicos de todas las edades y con una firme determinación de resistencia hasta la muerte. Desde la retaguardia, surgiendo por el lado de la vía muerta,  los hombres gritaban agitando pancartas hostiles. Habían cortado la calle que a aquellas horas  estaba casi desierta.
Ningún noticiero apareció por el lugar. Se supo que el mandato venía  directamente del círculo del Brigadier Cacciatore.
Un supuesto juez dio la orden de ataque al comisario a cargo, y los policías armados de largos garrotes y escudos avanzaron sobre el barrio. Corrieron los líquidos hidrantes y brotaron los gases.Y ocurrió lo peor: Justo al pelotón de Horacio se le enfrentó un grupo de mujeres rodeadas por sus hijos. Eran todas las vecinas de su manzana incluida su propia esposa. La vio amamantando al  bebé que tenía en brazos y con el otro crío aferrado a sus faldas. La vio y quedó paralizado. La vio y sintió los empellones de la avanzada del resto del pelotón. Rodó por el suelo y, a punto de desmayarse, no pudo detener a un compañero enarbolando el bastón antimotines.  



3 comentarios:

Anónimo dijo...

El escritor Marcos Polero, desarrolla un relato atrapante y comprometido. Es un hombre joven, que lleva en sus alforjas la esperanza de que al gritar, se reforme lo nefasto de los hechos totalitarios.
Recomiendo hoy más que nunca su lectura porque es el ajemplo claro y preciso, no solo de lo que estamos viviendo sino que también padeciendo. A sus lectores les aconsejo que no olviden su nombre y apellido, y es uno de esos escritores que en determinados momentos estallan, acompañados al devenir de los hechos, y nosotros, sus humildes lectores, aprendemos a comprender lo que está sufriendo nuestro pueblo. Abel Espil.

Anónimo dijo...

A pesar de que estamos soportando continuamente estas situaciones, el relato me impresiono mucho por manifestar sobre las cosas lamentablemente cotidianas.
Te admiro por saber transmitir.

Rita Buks

Marta Susana Díaz dijo...

Documentalista, relator veraz de los hechos que no figuran en las noticias, luchador a su manera, con
historias verídicas y atrapantes como si hubieran sido vividas desde el corazón de las mismas. Yo lo veo como aquel que reemplaza a los que no tienen voz."Si se calla el cantor, calla la vida..." y además !qué bien escribe!