jueves, 25 de abril de 2013

Javier Úbeda Ibáñez-España/Abril de 2013

Dile al silencio


De pequeño, mi madre solía decirme: “Intenta no mentir nunca. Es preferible quedarse callado antes que decir una mentira. Mira que la fama de mentiroso en el colegio se coge rápido, y luego cuesta mucho quitarse ese san benito de encima”.
A partir de esa sugerente advertencia de mi madre, comencé a interesarme por el silencio. Ante una situación comprometida optaba por enmudecer, mientras observaba atentamente el semblante de mi interlocutor que, en la mayoría de los casos, en vez de apreciar mi talante silencioso se alteraba ante mi aparente pasividad.
Y así, gracias a la advertencia de mi madre, fue como, poco a poco, fui descubriendo los misterios del silencio. Un sabio consejo me condujo, finalmente, a lo que fue o a lo que sería todo un estilo de vida.
El silencio pronto se convirtió en mi alma gemela. Me gustaba observar a la gente mientras dialogaban; yo iba contando los silencios de cada intervención. Si alguien decía una barbaridad, sin ton ni son, pensaba para mí mismo: “No ha respetado la mejor de las armas, el silencio, y se ha precipitado. No ha pensado bien lo que decía”.
Incluso me aficioné a contar los intervalos de silencio que se producían en  la música, en la noche y hasta en la intermitente lluvia. El silencio estaba en todas partes; sólo hacía falta hacer un alto en el camino para descubrirlo y aprender de sus enseñanzas.
Mi fama de persona precavida y aliada de los silencios se hizo pronto  conocida. De oídas, algunos me empezaron a llamar “el místico”. Me daba igual. Los que me conocían apreciaban esa virtud mía de ser consecuente con lo que decía y de tomarme mi tiempo para decir lo que fuera. Mi refugio en el silencio me ayudaba a repartir buenos consejos, siempre comenzando por mí mismo.
Mi relación con el silencio se afianzaba creando entre nosotros un firme puente de estrechos lazos. Cada vez que me adentraba más en sus particularidades, él me daba a conocer algunos de sus más íntimos  secretos.
Y en ese idilio con el silencio también tuve mis sinsabores, como en toda relación que se precie. Por ejemplo, el no saber expresar a tiempo lo que sentía y guárdamelo en mi interior hasta que me asfixiaba me pasó factura.
Hay bocas cerradas que chillan más que otras abiertas soltando improperios: bocas a veces estranguladas por el silencio.
Es cierto que el silencio es necesario, pero en su justa medida. Nada en exceso es bueno, lo que sea.
Pero estos pequeños inconvenientes no impidieron que siguiera tratando de encontrarle el pulso al silencio, su equilibrio, su justa medida y lo logré: aprendí a expresar lo que sentía, antes de que las palabras no dichas a tiempo se quedaran estancadas en los cajones de sastre que todos guardamos dentro, en el ala dedicada a las emociones. Después de unas cuantas equivocaciones y de cientos de palabras no exteriorizadas cuando tocaba, ya no dejé que el silencio me hiciera jamás costra.
Me costó, pero se puede decir que a día de hoy mi relación con el silencio camina por el sendero del entendimiento mutuo.
Con el paso del tiempo descubrí que después de un día ajetreado lo que más me apetecía era un reencuentro con mi amado silencio; era mi pasadizo secreto para alcanzar la meditación: navegar dentro de mí en busca de la paz necesaria para encontrarle un sentido a todo.
Esos momentos de trascendencia casi siempre me aportaban algo nuevo. Era como mirar con detenimiento la propia película de mi vida, a cámara lenta, con una luz muy especial y teniendo como banda sonora la calma; esa calma que cuando viene de uno mismo y está en uno mismo suena a gloria.
En esos instantes aprendí de mis errores, a pedir perdón, a rectificar, a saber decir “sí” y “no” en los momentos justos, y sin miedo a equivocarme.
A veces, en pleno ajetreo diario y en el punto más álgido de la efervescencia laboral, me sentaba, aunque tan solo fueran cinco minutos, y me quedaba en silencio, mientras buscaba la consigna que me llevaba hasta ese trance de búsqueda interior y de serenidad. Mi mente y mi cuerpo me exigían ese tiempo para ordenar mis ideas, acertar en mis decisiones y ser un poco más sabio en la vida.
Era pararme a reflexionar y salir renovado, con otro aire, como si, de repente, me hubiera dado una ducha rápida de sensatez.
Pasé de meditar de manera ocasional a hacerlo cada día. La mayoría de mis compañeros de trabajo hacían un alto en el camino, a media mañana,  a la hora del almuerzo; yo aprovechaba ese tiempo para meditar.
Avanzar pensando en cada paso que das, analizando cada decisión que tomas te hace ser una persona más justa y libre.
Lo que el silencio puede ofrecerle a cada uno, casi ni se sabe, hasta que no se prueba.
Entendí que no se es más sabio por hablar más sino por hablar cuando el silencio te da la vez. Puede parecer algo simple lo que estoy diciendo, sin embargo, no lo es. Sin silencios una conversación es como una cordillera que no se deja escalar. Y por más que lo intentas no alcanzas nunca la cima.
También comprendí que el silencio me era muy apetecible porque disponía de palabras; palabras que podía utilizar siempre que quisiera. De no haber podido hablar, quizá, hubiera mirado al silencio de otro modo; pero, seguramente, también le habría encontrado su lado más amable. Si tienes que convivir con una circunstancia -la que sea- la mejor opción es aceptarla y seguir adelante.
En una ocasión, un hombre ciego me dijo: “Yo veo con los sentidos lo que no puedo ver con los ojos. Lo huelo, siento y escucho todo por muy imperceptible que sea. He aprendido a interpretar las palabras y los silencios”.
Y, como si de una intuición se tratara, cerré los ojos y me puse a meditar. Apagué en un santiamén la luz de mis ojos para encender la de mi casa  interior. A solas con nosotros mismos parece que vemos más incluso lo que no queremos ver, lo que tenemos calladamente escondido salta a nuestros ojos.
“Yo que crecí dentro de un árbol tendría mucho que decir, pero aprendí tanto silencio que tengo mucho que callar y eso se conoce creciendo sin otro goce que crecer…”, estos versos del poema “Silencio”, de Pablo Neruda, son como un padrenuestro para mí.
Todos hemos estado alguna vez metidos en un árbol; en el árbol de la incomprensión, en el del egoísmo, en el de la impotencia o en el de la desidia… hay tantos árboles; o en el árbol del saber compartir, en el de las buenas intenciones, en el de la amistad y la complicidad. Vuelvo a repetir: hay tantos árboles por doquier y en todos ellos habitan silencios y palabras.
Yo, que también tengo mucho que decir y que callar, me he construido mi propio árbol; y sigo creciendo sin otro goce que crecer…
Y le sigo diciendo al silencio…


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