miércoles, 23 de mayo de 2012

Roberto Forte/Mayo de 2012


DE REGRESO


Hace ya algunos años presencié, con el alma en la mano, cómo caían las paredes de una casa muy querida.
Nunca fue mi vivienda. La visitaba de tanto en tanto, pero sus habitaciones y amplio terreno, alimentaron mis sueños y cobijaron mis juegos de chico.
- La casa de mi abuela tiene tres patios - solíamos contar, con mi hermana, a nuestros amigos y en realidad nos referíamos a un amplio corredor bajo el parral, a un patio enorme con plantas añosas y a un gallinero que daba contra las vías del ferrocarril y que, sin duda, parecía otro patio.
Allí fabricábamos nuestras aventuras en la selva, en el desierto y hasta recuerdo que habíamos construido un río embalsando el agua que salía del gran piletón hacia la quinta.
Cuando la casa fue vendida y los muros fueron hechos trizas por los obreros, que nada tenían que ver con mi tragedia, creí perder años y testimonios de mi vida.
Para esos días, ya no era un niño, pero lloré al ver los despojos de tantos mudos testigos de mis pasos y entonces, casi inconscientemente, escribí un cuento.
"... Los golpes se sucedieron, secos, agudos, graves brillantes. Los primeros en percibirlos fueron los pájaros, gorriones de plumaje opaco, que tiritaban
entre los entretechos..."
Y renglones más adelante:
"...Los ruidos habían ganado ya las habitaciones del frente, los desgarrones en el papel floreado de grandes rosas..."


¿Por qué escribo esto? ¿Qué sentido tiene volver sobre esos párrafos...?  Los mecanismos de la mente son muchas veces impredecibles y, después de muchos años, pienso que mi cuento era en realidad un artificio para proteger mis recuerdos, en una especie de arcón que preservara mis impresiones sin que la vejez o simplemente el paso del tiempo desmereciera las imágenes.
Y hoy lo creo así, porque otro mecanismo similar se ha activado...
... Los seres humanos muchas veces creemos haber agotado nuestra capacidad para hacer amigos, pero inadvertidamente otra amistad surge de pronto, se forja y se instala en nuestro espíritu...
... Y ha sido precisamente un nuevo amigo quien ha desencadenado, otra vez, el proceso vinculado con la detención del tiempo...
¿ O será su casa...?
Porque hoy he visitado por primera vez su casa y he percibido extrañas sensaciones en el aire.
En primer lugar reencontré mi selva... Quién haya visitado alguna vez la selva, sabrá de qué hablo... En los pies la humedad de pequeñas gotas sostenidas por la hierba tierna, y en lo alto la enramada formando un techo que sólo deja pasar algunos rayos de sol confundidos con el verde...
Después descubrí el sendero, zigzagueante entre las sombras... la frescura de las plantas, el perfume de las flores, el llamado de algún benteveo o el arrullo de los buchones.
Luego sí la casa, amurallada por la hiedra que pugna por penetrar por cada intersticio y termina por disimular puertas y ventanas.
Y dentro de la casa dos sensaciones que son sólo el prólogo del mensaje de cosas con vida pasada: la alfombra que acolcha nuestro paso y el tibio y algo acre aroma de buena leña quemada en la estufa.


Solamente el prólogo de un mensaje sutil que llega de objetos diversos que han tenido otra existencia, aunque el dueño de casa tal vez lo ignore:
... Libros con palabras sólo recordadas por pocos seres.
... La memoria amarillenta de fotografías...
... Cuadros, flores, fulgores o reflejos mortecinos... y otra vez el mensaje que uno cree confundir con la música suave que casi siempre fluye de alguna parte, como serena energía, acunada entre sombras y que difunde mansamente hacia el jardín, que mucho tiene de parque, a veces de monte y también de selva inventada.
Cuando ya no nos quedan palabras, siempre nos valemos de impresiones para encadenar recuerdos y yo, que generalmente carezco de palabras suficientes, he encontrado en esa casa sensaciones, voces y llamados que me han devuelto al mundo que conocí en mi ya lejana niñez:
"... con carreras de pantalones a media pierna y el vaivén de una hamaca que pendía de la higuera."

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