miércoles, 23 de mayo de 2012

Isabel Granara-Buenos Aires, Argentina/Mayo de 2012


Amistad


Despierto, bueno en realidad no despierto del todo, estoy medio despierta o medio dormida, como ustedes prefieran. Estiro la mano para encender la luz del velador pero no encuentro el interruptor, posiblemente  cuando limpié (a veces lo hago) puse el cordón para el otro lado. Tanteo sobre la mesa y noto que la superficie está fría y lisa como el mármol y no tibia y con irregularidades como la madera de la mía ¿dónde estoy? Siento sábanas almidonadas y con olor a lavanda. Entonces recuerdo. Estoy en la casa de mi amiga escocesa, Enriqueta. y ... ¿por qué estoy aquí? ¡Ah! ya sé. La inundación. Ayer por la tarde volvía en el auto a casa y todos los caminos estaban bloqueados por el agua. Regresé hacia lo de mi amiga para comunicarme con mi familia (en ese entonces celulares non abeba), afortunadamente todos estaban muy bien ya que la zona era alta e improbable que el agua llegase hasta allí, pero como de costumbre quedábamos rodeados por ella, lo que nos impedía entrar o salir. Fue así como ella y su esposo, Colin, me invitaron a quedarme con ellos hasta que el problema pasara. Mi amiga ¡qué tipa genial!, ella y su esposo son dos soles. Allí está la foto de su casamiento (él vestido con el kill de su clan y ella radiante con su traje de novia con una inmensa cola) entremezclada con las fotografías de sus hijos y nietos. Son tan amigos que ellos, que son protestantes, cuando nació mi nieta ochomesina y con un grave problema en el hígado me pidieron permiso para hacer en su congregación el rito de la imposición de manos, al que por supuesto accedí. Ahora la pequeña tiene veinticinco años. Traigo a mi memoria esos meses de angustia, en los que rezaba todos los días mis oraciones a la vírgen y en los que los domingos por la tarde iba al templo de ellos ¡cuánto amor había en ese lugar! ¡era una verdadera iglesia! lo sentía a flor de piel. Todos nos saludábamos, nos abrazábamos, llorábamos o nos alegrábamos como si me conocieran de toda la vida. Además, el pastor se acercaba a mí para preguntarme por mi adorada enfermita. Nunca sentí hacia mí ningún rechazo de esa comunidad aunque todos sabían que mi religión era distinta, pues Enriqueta debió pedir permiso para que yo asistiera a ese rito. Y mis amigos firmes, sosteniéndome, conteniéndome, tratando que no me ganara la angustia o la depresión. Y también estaban esos pequeños gestos: un té con menta te va a hacer bien - decía ella, tomalo calentito- agregaba él. Y así podría contarles infinidad de grandes y pequeños detalles que hacen a su grandeza. Son seres incondicionales y no crean que estamos pegoteados, no. Nos hablamos, a veces nos encontramos, pero entre los tres existe un lazo de amistad que no necesita nada más. Ellos saben que yo estoy y yo sé que ellos están. Releyendo esto me doy cuenta que si los tres no  hubiésemos sido educados para no hacer diferencias sociales, de credos, de razas y de nacionalidad, lo que antecede no hubiera sido posible.     


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