viernes, 24 de junio de 2011

Beatriz Minichilo-Buenos Aires, Argentina/Junio de 2011

El otoño tiene ojos castaños

Esa tarde llovía como si el agua pidiese perdón. La chica que la veía caer no sabía porqué el agua debía pedir perdón, pero indudablemente esa tarde sucedía eso.
No era una lluvia muy prominente, al contrario, era tímida, con esa terquedad que tienen los tímidos para hacerse notar, sin prisa y sin pausa. Llovía con obstinación, como algo que debe suceder a pesar de sí mismo. No había violencia, ni truenos ni relámpagos, sólo esa obstinación repetitiva, como el estribillo de una canción. Pero con una diferencia: el estribillo era toda la canción con un sonido de andante moderado que estaba allí, colocado justo en medio de la partitura.
La chica no sabía nada de música, para ella existían sonidos agradables y desagradables y esta vez, realmente no había podido diferenciar el efecto que la lluvia le producía. A veces tenía un sabor conocido, por ejemplo a sopa recién hecha y otras un tono exótico que sus escasos conocimientos culinarios no le permitían reconocer. Sí podía discernir que era una lluvia inquieta pero que simultáneamente engañaba con su monotonía pronta a estallar, como esos hechos que en un segundo alteran una vida y la cambian sin retorno.
Intentó escuchar y traducir eso que se le representaba pero no pudo. Ni siquiera se alteró por el sonido agudo de la sirena de una ambulancia que como la lluvia crepitó y se perdió entre los ruidos de la calle.. Así supo que era una de esas pocas personas elegidas ¿por Dios? ¿por el cosmos? ¿por una ligera intuición? para detenerse en medio de los demás y despojarse de su propia persona.
La lluvia era ella, su cuerpo era el agua fluyendo y su interior una consistencia suavemente viscosa que se deslizaba de su piel y se iba por ahí a meterse en el asombro redondo de los ojos de una paloma, en un pájaro escondido en un árbol, en la mirada límpida y abierta de una niña de cinco años que dibujaba con un lápiz figuras resplandecientes que se escapaban del papel. La niña eso no lo sabía, pero su mundo se iba del papel y volaba como un insecto hacia la luz, la luz de sus propios trazos que se elevaba por sobre la gente aunque nadie lo notara y los cubría a todos con un manto invisible y penetrante.
Me acerqué para preguntarle su nombre y darle forma a esa realidad. Pero ya no estaban ni ella ni sus dibujos. Solo quedaba flotando en el lugar su mirada. Una mirada de lluvia anticipada, como si el otoño tuviera dos enormes ojos castaños que nos contemplaban desde la lámpara colgada en el techo.

1 comentario:

Patricia K. Olivera dijo...

que relato tan fresco, puedo sentir la lluvia y la misma libertad de la chica!

Saludos!!