domingo, 20 de febrero de 2011

Deb Stofen-Buenos Aires, Argentina/Febrero de 2011

Selva y sus “capri”                         


Podrás olvidarte del lugar donde se vieron por primera vez. De la ropa que ella usaba. De si fue verano o invierno. Pero lo que nunca vas a poder olvidarte es de qué modo ella te cautivó, Turco.
Recuerdo ahora que te acercaste y lo primero que te salió fue un: Permítame decirle que su cul... y seguiste con tura, me impresiona. Ella tenía libros sobre la mesa y leía, y como estaba sentada, y pudiste desviar en el momento justo, zafaste. Como otras veces, Turco. Como tantas veces.
-¿Por qué? te preguntó, levantando la vista y abriendo con la o de por qué la boca, con un gesto tan sensual que anunciaba lo que aún no habías podido ver o no habías tenido tiempo de fijarte.
-¿Cómo por qué ?- respondiste sonriendo y al mismo tiempo pensando de qué modo seguir el verso.
-Porque la veo, perdón que te tutee, sos una criatura, te veo frecuentemente aquí en La Diva, con libros, apuntes, concentrada, levantándote tan pocas veces de la silla... (lamentable, pensaba el Turco, porque si algo había que el Turco esperaba antes de volverse al laburo era mirar a esa morocha pararse, darse vuelta y enfilar para el baño).
Ya casi era una costumbre, sin poder precisar cuánto tiempo. El bar era el de siempre, y antes, el Turco se habría fijado seguramente en alguna rubia, pelirroja o morocha que le llamara la atención, pero sin darle la mayor importancia. El Turco, era mirón, pero tranquilo. No era de decir cosas por decir, ni de andar piropeando. Pero ver pararse a Selva, verla correr la silla hacia atrás, bajarse el sweter de hilo ajustado al cuerpo, darse vuelta para caminar, era realmente un capítulo aparte.
Es hora de decirlo. Selva no tenía un culo, Selva tenía un culo y medio quizás o un culo y tres cuartos. Y no es que el Turco o yo, que soy tan amigo del Turco seamos unos guarangos y por eso digamos lo que decimos. Tampoco tiene que ver tan sólo con el tamaño o con la forma; aunque dicho sea de paso el bombé del culo de Selva era realmente perfecto y el tamaño, interesante
Era el modo en que Selva llevaba tan preciado tesoro.
Selva, pasaba bastante tiempo sentada a la mesa del bar, estudiando. De modo que si alguien miraba, probablemente no advirtiera más que una linda morocha, como tantas otras que se ven por allí.
Pero si algún hombre entraba cuando ella decidía que era la pausa para ir al toilette, ahí sí había riesgo de accidente.
Yo mismo he visto a un mozo atajar una bandeja que se ladeaba, a otro tirarle encima un café vienés a una señora. He presenciado una discusión de una pareja que ingresando a La Diva había decidido sentarse en una mesa, y el marido, llevado por el culo de Selva, terminó acomodado al lado de los sanitarios, con la lógica queja de su mujer.
He visto y he oído tantas historias alrededor de ese culo, que debería hacerles una raya en el medio para separar las buenas de las malas, las divertidas de las aburridas, las ciertas de las inciertas.



Es que Selva, como te estaba contando, pasaba horas sentada. De modo que uno podría deducir que, al levantarse, mostraría un plato chato para frutas y verduras, un plafond para colgar del techo, o una palangana para lavar la ropa. Pero no. Selva se ponía de pie y todo su culo se paraba. Era una secuencia rápida. Como cuando hacemos gato enojado y gato contento. Pero en ella, el gato, digo el culo, estaba siempre contento. Siempre levantado, cachete con cachete, como dice la canción. Porque Selva tenía por culo, dos grandes pomelos pegados entre sí, a los que se les había quitado apenas una tajadita en el medio, jugosos y de cáscara bien gruesa. Pero además, Selva los llevaba protegidos, dentro de pantalones capri de distintos tonos, con blusas cortas a la altura de la cintura, ajustados al cuerpo con el cierre de costado, como se usaban en esa época, te estoy hablando del año cincuenta y ocho, cincuenta y nueve.
Además Selva medía un metro setenta y cinco. Y al levantarse iba subiendo y subiendo, y el culo te quedaba a la altura de tu nariz.
¡No, qué va!, no lo digo de asqueroso, lo digo de verdad como para que te des cuenta por la distancia que hay entre ojos y nariz que era muy fácil sentir esa atracción. Daba la sensación, incluso, que no eras vos el que miraba, sino que era su culo, el que te hacía señas para conversar, para pedirte fuego, que le alcances una servilleta o una taza , para darte una mano si te veía con gesto serio o acariciarte la barbilla si estabas de humor.
Claro, que después Selva se daba vuelta y eso, eso ya daría para otra historia. Pero quiero contarte aunque sea el inicio. Cuando ella te dijo hola, cuando al abrir la boca le viste los dientes, blancos y parejitos y los labios gruesos pero naturales, pintados de rojo, y al hacerle un chiste, le dijiste: -qué bocaza nena-, cuando ya habían entrado en confianza. Cuando bajaste la vista por la camisa floreada, mangas cortas, con voladito en la cintura suelta, y te quedaste en la virgencita que le colgaba del cuello. Cuando se soltó el pelo, se quitó la hebilla y sacudió la cabeza preguntándote si le quedaba mal. Cuando al fin cerró los libros y los cuadernos y te dijo:
-Sentáte, dale. No espero a nadie.
Y a vos Turco, a vos sí te esperaban y nunca se lo quisiste decir porque era un secreto de estado, te sentaste y le pediste tímidamente que, por favor, se parara despacito cuando lo volviera a hacer. Despacito, para no provocar accidentes.
Y Selva te hizo caso, aunque no entendió el por qué, ni supiera cual era tu historia ni cual sería la suya a tu lado, Turco.


De Papando moscas

2 comentarios:

DANIEL FUSTER dijo...

el relato no sugiere, dice, pero lo que no dice y que me gustó, es que detrás de ese hombre que cuenta en realidad hay una mujer que cuenta lo que ese hombre cuenta. Bien!

Anónimo dijo...

Una Selva dada vuelta. Bien, muy bueno. No es fácil ser hombre. Vos lo lográs en la construcción del personaje.
Los de este lado del cuento seguiremos soñando con Selva.