lunes, 20 de diciembre de 2010

Ingrid Loschkin-Concepción del Uruguay, Provincia de Entre Ríos, Argentina/Diciembre de 2010

ÉL

Cuando regresó esa noche no quise verlo, ni sentirlo, ni tenerlo. Dormí sin dormir y esperé que su rumor se apagara definitivamente en mi alma. Recordé el río, su río, nuestro río y lo vi, otra vez, con la frente pegada al vidrio del departamento, mirando el muelle, mirándome, esperándome, sin seguirme, sólo siguiéndome con la mirada. Pero esta vez yo lo esperaba, en mi cielo de mar, de mar furioso, tormentoso, implacable; un atardecer de enero, cuando la lluvia era intensa y parecía que jamás cesaría. Me gusta la lluvia, la miro caer a través de la ventanita oval de un hotel de mala muerte. Escondo cada gota en los ojos para derramarlas en la almohada que conserva su aroma de atardeceres grises de silencio.
Vino y yo no quise que viniera. No lo miré y continué durmiendo. Él no habló. Se acostó con su cuerpo vestido empapado a mi lado y me besó en la mejilla derecha, la única que se había quedado en vigilia  esperando sus labios,  en un cuerpo en posición fetal, acurrucado y triste, sin la protección de mamá. La que un día regresé a buscar después de aquella noche horrible en el viejo molino. Pero mamá cerró los oídos y su corazón y se olvidó de mí, de aquella niña buena de mar que alguna vez fui, con ella, con papá. El papá que tanto extraño, a quien espero, a quien quiero volver a ver, mi papá, el que se durmió bajo las aguas del mar una madrugada de primavera traicionera, que en vez de flores y perfumes nos dejó muerte y soledad. Y yo que era feliz en mi casa de mar me volví taciturna, silenciosa; y cada noche le reproché a las olas y ya no quise su amistad. Hasta que un día me alejé, me marché sin despedirme, busqué los brazos del río, que me acunó tan dulcemente, y ya no quise irme; porque también él era parte de esas aguas marrones y calmas. En ellas apoyé mis espaldas cansadas, floté sobre la alegría de sus manos de música, me zambullí entre el llanto y la risa, la pasión y el deseo, el amor y la locura. Recorrí con mis labios cada rincón de su lecho en tardecitas de soles ardientes jugueteando en un revoltijo de sábanas, que era nuestra cama. Sí, él quiso que fuera nuestra, que fuese también mía siempre, que cada mitad de cada cosa ahora fuesen parte de mí y yo de ellas.
La música era nuestra religión; el rock. También nos abrazábamos bajo esa devoción. Papá siempre cantaba. Quizás de él aprendí. Creo que lo hacía bien. Con su guitarra, en sus aventuras marítimas, siempre lo oía cantar esta letra de Seru Giran que jamás olvidé: "… esquivas a tu corazón y destrozas tu cabeza.../ El sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa... / cambiaste de tiempo y de amor, / y de música y de ideas /…y llevas el caño a tu sien, apretando bien las muelas, / y cerrás los ojos y ves, / todo el mar en primavera, / hojas muertas que caen, siempre igual, / los que no pueden más se van."
Y también decía algo así:"Esta oscuridad, esta noche de perros... / esta soledad que pronto te va a matar, / vas perdido entre las calles que solías soñar, / vas herido como un pájaro en el mar.../ ya te veo entre los autos pidiendo perdón, / mi mirada tiene todo tu dolor..../ hombre. / Es muy tarde ya y estoy harto de llorar, / no estás solo si es que sabes que muy solo estás, / no estás ciego si no ves donde no hay nada". Y Las Guerras de Vox Dei: “Vengo de muy lejos a vivir aquí /en la casa que está detrás del río / vuelvo a buscar nomás lo que es mío/ es una promesa que debo cumplir /voy a cortar la hiedra que la envuelve/ y le da frío…”
Él era el bajista de la banda, también cantaba. Para mí muy bien. Deseaba que me cantase en las largas caminatas de regreso a casa. Él decía que mi voz era la de un ángel. Él quería que le cante. Tenía una canción favorita, la que mejor, según él, yo cantaba. Pero yo no era un ángel, era solo una mujer, o aún, tal vez, una niña, tan frágil, tan desequilibrada, tan sola y tan amada, por él. Por él, que me daba ganas de vivir, por él, tan hermoso y dulce, tan colgado y, sin darse cuenta, tan indiferente. Pero así lo quería, así lo quise, así siempre volví al departamento del barrio del Viejo Molino, a sus brazos, que siempre me esperaban, a sus ojos, que siempre me dejaban alejarme con mi bolso de cuero y mi locura desconcertante.
Siempre volvía, regresaba a encontrarme con mi vida, con el aroma a tabaco y a café; con mi altar y mis flores marchitas. Con el Cristo crucificado que llevaba en mi pecho, en el que buscaba mi rostro, mis lágrimas y en las imágenes, que pedía algo, tal vez, alivio, consuelo, perdón.
Aunque mi paz eran la música, la banda, los jardines del Prado, aunque mi paz, mi única paz, eran sus manos de río, enredándose en mi pelo, su respiración acariciando mi cuello; aunque esa paz, a veces, se tornaba en mi guerra y explotaba en mi interior, volaba en mil pedazos y yo escapaba para no derramar la sangre en mi río de aguas níveas.
Porque él me dejaba libre, observaba mi vuelo desde la ventana, yo sabía que me cuidaba con la mirada; hasta aquel día, aquella noche en que no se detuvo en el muelle ni a las puertas del ascensor. Él siguió mis huellas y supo donde encontrarme. Solo él podía saberlo. Nuestro lugar perfecto, nuestro encuentro de amor, de amor de río. El viejo molino de agua.
¡Qué sueño hermoso poder volver! Si pudiese llegar hasta allá otra vez y esperarte otra vez, la misma noche, con la misma brisa, pero con otra yo. Esa con la que caminabas y se paraba frente a los jardines de colores, la que cantaba con su voz de ángel la canción que más te gustaba, la que buscaba salvación entre tus brazos en el sillón verde manzana a pasar largas siestas, que se hacían noche. La que quería todo el tiempo con vos y que no hubiese tiempo para amarnos. Amor sin relojes. Vida sin horas, minutos ni segundos. Esa quiero ser. Pero también soy otra y esa noche fui esa otra y lo arruiné.
Y ya no quiero mirar los jardines, no quiero plantar mis flores de colores, ya no puedo cantar como un ángel, ya no quiero, ya no puedo correr por las escaleras, no quiero respirar.
El viento golpea contra mi ventana, estiro mi brazo sobre la antigua mesita de luz desde donde tomo tu libro querido de Cortázar, salto con ternura por la Rayuela, quiero alcanzarte en el cielo más claro, celeste suavecito, perfumado de magnolias y jazmín y susurrarte las páginas que siempre te acarician: “mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás”. A tu lado aprendí a leer a Cortázar, a admirarlo, y jamás pude dejarlo. En cada frase atrapo tu mirada, en cada página me aferro a tus manos y sueño…
Vuelvo a leer la frase en voz alta para que él me escuche, pero creo que ya duerme, abrazo su cuerpo mojado, inerte, que se quedó entre mis sábanas, con sus dedos enmarañados en las cenizas de mi pelo y me dejo caer en el vacío de la cama, mojada de lluvia, de olas traicioneras y lágrimas heridas de muerte; son las lágrimas de mi alma de río y mi alma de mar.
Como el mar turbulento llego hasta la playa. La oscuridad me envuelve, las ráfagas del viento me arrancan de mi centro y corro por las escaleras, como aquella vez, atormentada, oscura de tinieblas. Ya nadie canta. Busco la música de tu bajo, estiro mis brazos hacia las olas, que me alcanzan tu melodía. Entro otra vez al viejo molino, quiero escapar, la sangre chorrea por las paredes enmohecidas, no puedo respirar, no quiero. En las olas se escuchan los acordes del bajo, estas olas quieren ser mis amigas, y las abrazo y me sumerjo en la música, en tu música, en el río, por fin, en el río.

4 comentarios:

Ingrid dijo...

Gracias!!!! Felicidades para Literarte!!!!

Carolina Bugnone dijo...

Felicitaciones, escritora! abrazos y besos!

Miriam dijo...

Felicitaciones Ingrid!!!Lo merecés por toda tu dedicación y compromiso con tu tarea. Abrazos

Anónimo dijo...

Qué buen cuento Ingrid, me atrapó, la movilidad, el ida y vuelta, de tu relato .

besitos Josefina Fidalgo