lunes, 20 de diciembre de 2010

Eduardo Cappellacci-Capitán Bermudez, Provincia de Santa Fé, Argentina/Diciembre de 2010

Una vida

Había nacido con ese mandato. Siempre lo supo. Mejor dicho, comenzó a darse cuenta que tenía indicado su destino en ese sentido a los 20 años. Pero, manifiestamente, siempre su vida había girado en torno a ese misterio. El único misterio de la vida, según su propia definición. El misterio de la muerte y del más allá
De niño participaba de las conversaciones que los mayores emprendían en las reuniones familiares. Lo hacía del único modo que se le permitía: escuchando. A diferencia de sus hermanos y primos, él se interesaba vivamente de esas conversaciones emprendidas casi descuidadamente por los adultos mientras saboreaban algún licor y se reconfortaban con un café en una pausa ad hoc en el juego que compartían. No importaba si esa noche era lotería o siete y medio o el monte. La familia se reunía a jugar y a pasar un buen momento. Necesariamente, eso –“pasar un buen momento”-, incluía conversaciones sobre diferentes temas que, bajo la apariencia de importantes, realmente carecían de toda importancia (por lo menos para los contertulios): el clima y sus consecuencias, chismes familiares (especialmente sobre engaños y reconciliaciones), mil maneras de ganar dinero fácilmente, relatos de vacaciones y/o viajes diversos y… la muerte, los muertos y toda una segunda línea de temas relacionados: apariciones, fantasmas, mal de ojo y brujerías varias, luz mala, etc.
Este último popurrí temático era el preferido. Existía una atracción morbosa por esas conversaciones donde todos tenían algo que contar y cada uno pugnaba por ser el autor del relato que conmocionara más al resto. La nonna Pascualina se despertaba de su dormitar indiferente. La tía Clarita se ponía sus anteojos de leer como si eso le permitiera escuchar mejor, mientras alternaba grititos de fingido horror con estremecimientos de sincero asco. El abuelo Carballeira apuraba a pequeños sorbos, lujuriosamente saboreados, su orujo gallego (que llegaba regularmente cada seis meses y se reservaba para estas ocasiones especiales) mientras miraba distraídamente el escote más que generoso de la tía Maruca y se reía más o menos estruendosamente por cualquier comentario. Su propio padre, con su vozarrón impostado especialmente para la ocasión, era un surtidor inagotable de relatos e historias cuyas escenografías alternaban entre el cementerio, algún campo a la noche cerrada, una vieja iglesia o una casona abandonada. El abuelo Carballeira era el único que no hablaba, escudándose en su supuesta sordera se mantenía al margen de todas las charlas y se reía de todos por igual.
En el preciso momento en que el parloteo adquiría un tono dramático y tenso, cuando la cara de la prima Clotilde reflejaba verdadera angustia, en ese momento surgía la voz joven y chispeante del tío Beto que lanzaba a la rueda verbal un chiste (generalmente de contenido sexual explícito y grosero) seguido de una risotada lasciva, su propia risotada preparada ex profeso para estas ocasiones, que era escoltada por la risa de todos los demás, aún de la Nonna Pascualina, que generalmente no entendía el chiste y pedía explicaciones entre nuevas carcajadas de toda la parentela.

Al finalizar sus estudios primarios, debiendo iniciar el ciclo secundario, sus padres decidieron que lo mejor para él era una escuela regenteada por una congregación de religiosos que se dedicaban a “educar cristianamente a los niños y jóvenes” según expresaban los folletos que su padre había traído a casa. Ingresaría como pupilo, ya que los más de cien kilómetros que separaban a su casa del colegio no permitían otra alternativa. El primer día de clases fue una experiencia inolvidable y terrible. Llegaron, con su madre y su padre, a las 9:00 hs al colegio. Traía una valija con su ropa y un bolso con algunas, pocas, pertenencias personales. Los recibió un cura viejo y malhumorado, que los acompañó hasta un depósito donde quedó su equipaje con el de varios otros alumnos que habían llegado antes. Una vez dejados la valija y el bolso, les mostró una puerta al final de un largo pasillo y les indicó que esperaran allí con los demás “ingresantes de afuera”.
El lugar era una habitación pequeña, con enclenques bancos de madera arrimados a las paredes. Éstas mostraban evidencia de abandono; necesitaban una mano de pintura para tapar las manchas de humedad y restaurar aquellos lugares donde grandes cascarones se desprendían. Sentados en los viejos bancos estaban otros seis muchachos semejantes a él, acompañados por sus respectivos padres. Todos callados, todos mirándose recelosa y disimuladamente.
Mientras se escuchaba el estridente repicar de una campanilla, el viejo cura que los había recibido en la entrada abrió la puerta y sin decir una palabra, solamente con un gesto desagradable y autoritario que nadie dudó en obedecer, les indicó a todos que salieran del lugar; obviamente, todos salieron tras él ya que el cura, sin modificar un ápice su gesto huraño y su actitud agresiva, empezó a caminar con la seguridad de los que están acostumbrados a ser obedecidos. Después de recorrer varios pasillos llegaron a un patio enorme y superpoblado de alumnos y familiares de éstos.
En ese patio enorme se desarrolló la ceremonia de apertura del año lectivo. Palabras de bienvenida, ceremonias protocolares, las palabras “dios” y “patria” omnipresentes, profusión de celeste y blanco de banderas argentinas y blanco y amarillo de la bandera papal… La misa, la primera misa “solemne” de la que participaba. El cura oficiante (después supo que era el Superior General de la Orden) exageradamente vestido con una traje abundante en oros y bordados con piedras, varios concelebrantes con menos vestuario pero con idéntica circunspección, varios chicos vestidos con túnicas blancas que se movían torpemente alcanzando cosas y humo, mucho humo que despedía una cajita de metal unida al extremo de una cadena también metálica y que se balanceaba colgada de la mano del más alto de los chicos tunicados. Con el paso de los años estos fueron los recuerdos que quedaron impresos de ese día iniciático de la secundaria. Éstos y algunos párrafos que el Superior General expresó para él en la homilía. En realidad esas palabras fueron dichas dentro del contenido general de su discurso y dichas para todos, pero él estaba seguro que fueron dichas para él; lo estuvo en ese momento y no perdió la certeza en toda su vida. Fueron pocas palabras, apenas un par de frases indicando que “el destino del hombre es la muerte como paso a la eternidad”, algo referido a que “debemos aprender de nuestros muertos” y una referencia a la resurrección futura.
Del resto del día prefirió olvidarse y lo logró sin ningún esfuerzo. Pero de la noche no se olvidaría jamás. Antes de acostarse, fueron a la capilla a rezar las oraciones que repetiría mecánica y aburridamente durante los cinco años que duró su permanencia entre los curas de aquel colegio. Desconcertado y apabullado por los cánticos desconocidos, por las oraciones incomprensibles recitadas en un latín chapucero, por la tenebrosa magnificencia del coro estremecedor de quinientas voces adolescentes, por el oneroso olor a sebo mal quemado que desprendían los velones… En fin, cansado por un día agitadísimo, abrumado, somnoliento, lo sorprendió nuevamente la mención de la muerte. El impacto final, el golpe de gracia lo recibió cuando se comparó el sueño con la muerte, cuando en una oración se mencionó que el dormir era como un anticipo de la muerte. Esa noche el cansancio venció a su obstinación a las dos de la mañana. Nunca más pudo irse a dormir tranquilo. A la mañana siguiente se sintió reafirmado en su vocación de develar el misterio de la muerte.
Más tarde estudió filosofía. Creyó que era lo más adecuado para su investigación. Se ocupó especialmente de aquellos autores que le daban importancia a su objeto de estudio, autores que se ocuparan casi exclusivamente del tema. Si bien en un primer momento creyó que ninguno se ocupaba de la muerte y por ello se ocupó en leer sin método y sin pausa todo lo que encontrara sobre la muerte, más tarde (casi al final de su vida) se dio cuenta que todo lo que se ha escrito en la historia del hombre hace referencia inevitablemente a la muerte. Explícitamente algunas veces; implícita y elusivamente la mayoría de las veces. Pero, descubrió, siempre que hablamos de la vida hablamos de la muerte.
Hizo todo lo que pudo para estar cerca de la muerte. Trabajó en una funeraria, realizaba periódicas visitas al cementerio, recorría salas de terapia intensiva y salas velatorias. Si bien constituyó una familia, no tuvo muchos amigos. En realidad, salvo su esposa y su hija, la gente no se sentía cómoda con él y su único tema de conversación.
Cuando cumplió sesenta años encontró que no había avanzado demasiado.  Repasó su vida, sus análisis, sus estudios, sus reflexiones… y sintió que estaba en el mismo lugar del que había partido. Pero se encontraba mal; cuando comenzó su investigación para develar qué cosa es la muerte tenía esperanza, ilusión. Hoy se sentía vacío, gastado.
Sumido en estas elucubraciones, de pronto tuvo lo que después reconoció como una revelación. Comprendió que, así como todo en la vida se aprende en función de una experiencia, solamente podría saber qué cosa era la muerte si podía no dejar sorprenderse por ella, sino asumirla consciente y analíticamente. Sabiendo que nada se improvisa, comenzó a prepararse para enfrentar ese momento con un espíritu abierto e investigativo. Meditación, ejercicios de relajación, yoga, análisis trascendental… Se encerró, casi suprimió su vida, para esperar su muerte y sorprenderla.
Después de varios años, el momento llegó. Estaba en su casa (sus instrucciones habían sido claras en ese sentido), plenamente consciente. Se sentía muy mal, sin fuerzas; los calmantes no le dejaban casi lugar al dolor, pero lo que percibía no era bienestar. Cada vez más flojo, cada vez menos consciente. Pero el esfuerzo había valido la pena: podía estar atento al momento aún en medio de su agonía. La respiración se dificultaba, creyó sentir que su corazón bajaba el ritmo. Se preparó, agudizo su percepción. Ahora sabría qué cosa era la muerte. El momento esperado estaba por llegar, el momento del descubrimiento genial. El gran misterio de la vida sería develado por él. La muerte dejaría de ser el enigma para convertirse en una verdad más. El momento llegaba. Mecánicamente, casi como un reflejo condicionado por su compromiso con la exactitud y la minuciosidad, miró el viejo reloj de pared traído por el abuelo gallego. El péndulo -incansable, tenaz-, le sugirió alguna metáfora, pero no pudo precisarla ni explicitarla. Las verdosas agujas de cobre ya algo descarriadas y retorcidas, indicaban con una impensada precisión las 15 horas y 29 minutos. ¿Cuántas veces habrán marcado esa misma hora en su recurrente rutina? Pero no podía distraerse, debía centralizarse en su apremiante descubrimiento. La vida se retiraba, discreta, prudente, silenciosa. La revelación era inminente. A las 15:30 hs. falleció.

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