martes, 16 de noviembre de 2010

Yatel Soler-Ushuaia, Argentina/Octubre de 2010

De: Luego de un viaje al parainfierno (décimo movimiento)
  
                                                       I


Una mujer hombre pájaro, con un pañuelo amarillo de seda, habla de la retórica aristotélica, apropiándose de un espacio que apenas mide lo que un circulo- bote, que se alimenta de los residuos.
La mujer hombre pájaro gira, retuerce e invierte individualmente sus ojos, al mismo tiempo que habla y se apropia de un espacio-bote, que esta vez no se alimenta de residuos, sino de ella misma.
De la mujer hombre pájaro, solo puedo ver su pañuelo de seda amarilla, apoyado en el contorno de lo que fue su figura.
Tanto color repentinamente aparecido me nubla la vista, tanto amarillo se vuelve blanco. El blanco cuando es devorado  por un círculo espacio-bote, se vuelve negro, a medida que baja por sus fauces.
Puedo decir que solo sus ojos, ahora, bailan sueltos por todo el ambiente.
Y yo solo estoy sentado, los ojos que me revolotean, son esas mujeres, esos hombres, esos pájaros, en un ambiente que lentamente tiende a derretirse, cuando los criterios se liberan a una nueva claridad.


                                                       II

Diez monjas conducen a vírgenes de yeso desnudas, por una amplia galería y algo que no entiendo se vuelve oscuridad y ladrillo.
Risas que salen de pequeños recipientes dorados, parecen ensayarse en los rostros de esas vírgenes, que en un esfuerzo mudo por reír, se resquebrajan.
Ahora desfilan cinco monjas, vestidas de dorado. Con parcimonia casi teatral, apenas en algunos movimientos lentos, juntan las encías y los dientes de las reidoras virgencitas resquebrajadas y las arrojan a esos recipientes que todavía ríen.
Un reloj suena aislado de la escena central, entonces como alertadas por las resonantes campanadas, las quince monjas salen de su aletargado andar e inmediatamente bailan y ejecutan gloriosos cantos mudos acompañados por sus articulares gestos fuera de sí.
Van pasando en fila por una larga mesa con bandejas de plata fina, pasan del alplax a la heroína y bailan y vuelven a pasar y bailan y cantan mudas, completamente en éxtasis, llenando un recipiente aun mayor, con la sangre que lentamente emana de sus bocas.


                                                      III

Palidece el rostro de la niña, cuando la ciudad entra en animación.
El arte por el arte no comporta la mueca del rostro en animación de la niña y una vez sin control, se despegan de sus uñas, una docena, un millar de escarabajos de estiércol, formando nubes que ejercen una línea de continuidad fuera de la mente.
La niña sabe que fuera de la mente no existe nada a que volver y me mira intentando restablecer alguna sintonía que de casualidad hubiese absorbido su seco cerebro.
Yo no dejo de pensar una sexualidad, en el lenguaje de la niña del rostro que palidece.
Retrocedo, pienso que para entender su lenguaje, tengo que entender la animación.
De repente cuelgan de ella, como boas, dos placeres sádicos que me van guiñando bajo un viejo ojo.
Quedo helado, sin poder ayudarla.
La niña no puede palidecer mas, eso significa que ha muerto.


                                                     IV

Rita se quiebra dos dientes para excavar un pozo, la acompaña un niño, no sé su nombre y ella parece no advertir su presencia enmascarada.
Estoy en la vereda de enfrente, la excavación me da terror y esta lloviéndome. Ellos están bajo el último efecto de la lluvia. Donde un niño excava un pozo con los dientes de rita, ella lo acompaña y el parece no advertir su presencia.
De repente comienza a llover un extraño estiércol rosa y mágicamente o como si esta lluvia fuese reveladora, ellos se descubren y me descubren, viéndolos viéndome.
El niño como elemento activo, se traga los músculos de la pierna de rita y se acopla en la faltante, producto de su obra. Comienzan a acercarse, se acercan, están cerca, me contemplan desde ojos y piernas. Abren y cierran sus bocas caminantes. Llueve tan fuerte que estoy atascado en el barro. Me dejo morir victima del más detestable horror y el universo comienza a secarse


                                                       V


Tres hermanas de apellido muerte, entienden que cuando un niño lanza una piedra a un cielo violeta, son mas potencialmente efectivas las sombras y los olores a pasto.
Estas tres hermanas, paradas en la terraza de un antiguo edificio fúnebre, se peinan lentas sus extensas cabelleras lacias y negras, congeladas las tres a la derecha.
Estoy asomado, tengo en el pecho el peor de los miedos, un rojo burbujear acido escalando mi estomago.
Las tres hermanas tan pálidas y delgadas, recorren con sus huesudas manos blancas el contorno de su estático pelo negro.
Estoy asomado en la punta de un tubo que sube, colgado de vaya a saber que engranaje.
En un determinado momento que no puedo precisar, las pierdo de vista y lo ultimo restante solo es caer a alguna parte por unas cinco horas o cinco segundos, eternos.



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1 comentario:

Analia Gabriela Ferrari dijo...

Tanto color repentinamente aparecido me nubla la vista,tanto amarillo se vuelve blanco....

uffffffff simplemente MARAVILLOSO...

Analia.-