martes, 16 de noviembre de 2010

Juana Castillo Escobar-Madrid, España/Noviembre de 2010

SENTADA AL BORDE DEL ABISMO


Estos últimos años la abuela no es quien era. Poco a poco se marchitó como las flores olvidadas, aquellas a las que nadie cuida ni riega.
Pasa las horas con la vista perdida en un punto de la pared, o del parque, o del cielo, como si contemplara el infinito, más aún, como si ya estuviera en el infinito o formase parte de él.
Le hablas y te sonríe con su boca de bebé, libre de dientes. Puedes llegar a creer que te escucha… En ocasiones es como si fuera a responder pero hace meses que dejó de hablar. Pero su mirada, su mirada parece que vaya a contestar de un momento a otro. Es más, sientes que desea hacerlo. ¿Quién sabe lo que le bullirá en la cabeza? ¡Si es que aún le bulle algo en ella! ¡Con lo que le gustaba hilvanar historias! ¿Será posible que, aun a pesar de cómo se encuentra, recuerde alguna de ellas o, incluso, invente otras nuevas? ¿Vivirá una historia paralela a sus circunstancias?
Con sinceridad, y después de observarla tanto, creo que sí, que aún cavila a pesar de estar tan lejos de todo lo que le rodea. Eso me produce una enorme desazón. ¡Pensar que está encarcelada en su propio cuerpo hace que un escalofrío recorra mi espina dorsal! Es un pajarillo en una jaula de piel y huesos, un pajarillo que no puede piar, saltar de uno a otro palo de la jaula, un pajarillo que ya jamás volará.

Hoy está rara, la noto nerviosa, en tensión. Es como si escuchara algo que tan sólo ella es capaz de oír. Eso me saca de mis casillas. En el fondo me hace sentir miedo, como cuando de niño me contaba la historia del ángel de la muerte. Por mucho que la quisiera adornar para que me resultara agradable… Aquello que decía de que quienes iban a morir pronto escuchaban las campanillas de los ángeles acercarse, ese soplo de viento entre sus alas, un batir imperceptible para el oído de los mortales sanos pero algo audible para los enfermos a punto de emprender su vuelo, un sonido de campanillas que te envuelve y, entre las alas acunada, saltas hacia el abismo que separa ambos mundos… En esto prefiero no pensar.
Solemos turnarnos para cuidarla. Ya no debe, ni es bueno, que se quede sola en casa, podría caerse o tener cualquier accidente. Es, mal comparado, como una niña traviesa pero muy torpe.
Por lo general me toca a mí quedarme con ella. Soy su nieto, me llamo Jorge y deseo ser escritor pero en casa no hay quien escriba, siempre está llena: mis padres, cuando llegan del trabajo; mis hermanas mayores que, en cuanto pueden, cotillean mis escritos, me los quitan, se los tiran la una a la otra…; los tíos, que vienen a ver a la abuela muy a menudo, con los primos... ¡A veces, esta casa, parece una feria! Y, lo peor de todo, es que la abuela también lo nota y se pone muy nerviosa.
Cuando estamos los dos solos la observo reposada, tranquila. La siento en su sillón, junto al ventanal de la terraza, para que pueda ver el parque, los álamos que lo rodean, los abetos que hay en el jardincillo que está debajo de nuestra casa, la ría, el cielo, las macetas con rosas, geranios, claveles… Y ella se tranquiliza, sonríe, mueve la cabeza y, en su movimiento, parece que asiente, que todo lo que ve le gusta. Entonces yo aprovecho bien para preparar la comida, para escribir, o, simplemente, para observarla.
Llevo un par de años en el paro. Busco un trabajo, de lo que sea, no me importa. Lo mismo me da ser descargador, mozo en unos grandes almacenes, bombero o limpiabotas (y eso que ya no hay, a lo mejor, si me hago con todo lo imprescindible puedo ir por los bares y las esquinas de las calles limpiando zapatos, quizá no sea una mala idea. Estas cavilaciones en solitario pueden llegar a ser muy productivas. Claro que, si no hablo me vuelvo loco).
A pesar de mis dos licenciaturas no encuentro nada, hoy por hoy no hay “vacantes” y las oposiciones... Ya me he preparado cinco diferentes, a ver si con la sexta consigo algo. Claro que, si no estudio, los ratos libres los aprovecho para escribir, para observar a la abuela y anotar todas sus reacciones y las mías ante su continuo deterioro, pues como que así no llegaré a ninguna parte.
En casa, mal que bien, los demás sí trabajan, conseguimos vivir con la suma de sus sueldos. Y el que yo pueda quedarme con la abuela casi a diario salva a todos del apuro.

Tengo que preparar la comida. Pero la abuela me preocupa. Mucho. Hoy está demasiado rara.
Acaba de estirarse como un gato sobre el sillón, algo que rara vez hace. Mira hacia la puerta de la sala. El caso es que yo no he escuchado nada, ningún ruido. Ahora sí. Canta el canario de doña Benita, la maestra jubilada del piso de arriba, ¿Acaso es eso lo que le molesta a la abuela, el canario? Siempre le gustó oír al Pichi. ¡Qué extraño! ¡Sí, muy extraña la veo yo hoy!
- Abuela, abuela, tranquila, tranquila, no pasa nada. Mírame, abuela, mírame. Soy yo, Jorge, tu nieto. Estoy aquí contigo, como siempre. Soy tu niño, ¿recuerdas? ¿Recuerdas cuando me contabas aquéllas historias maravillosas? ¿Cuando me enseñaste a tocar el piano? Solías decir: Eres un niño muy dulce, tan aplicado y complaciente, refinado como tu madre… No eres como tus hermanas que han salido tan bastas como mi hijo, vuestro padre que mira que me molesté en pulirlo, pero no hubo manera de hacerlo. Jajaja. De vez en cuando se lo recuerdo a los tres y vienen tras de mi a “ahogarme”, de mentirijillas, pero me agarran del cuello, al menos Elsa y Judith que siguen tan juguetonas como siempre. Como dice mamá, al menos no hemos perdido la capacidad de jugar y sonreír. Es que, ¡vaya temporada! Primero el abuelo. Luego tú con esta enfermedad… ¡Menuda perorata, ¿verdad, abuela?! Y eso que iba a ir a la cocina para calentar la comida y dártela. Tienes que tomar tus pastillas. Aún sigues intranquila, a pesar de mi charla. ¿Acaso tienes caquita? No sé por qué me molesto en preguntar, si no me entiendes… Parece que no, al menos no huele. Tengo que atarte a la butaca. ¡No sabes cuánto lo lamento, abuela, pero debo echar un vistazo al horno! Tú tranquila. Dejaré la puerta de la sala y la de la cocina abiertas, así te puedo ver y escuchar… ¡Qué memez! ¡Escuchar! ¡Ja!
¡Qué forma de aullar tan lastimera! Ese debe de ser el perro de Elías, el vecino de abajo. ¿Qué es lo que pasa hoy? ¿Qué es lo que pasa? ¡Uf, qué frío! Voy a poner las manos un poquito junto al horno. ¡Caray, ni me he fijado que estoy como un carámbano!
- Las campanillas de los ángeles.
- ¿Has dicho algo, abuela? Ya voy. En cuanto apague el…
- Las campanillas de los ángeles.
- ¡Abuela! ¡Abuela! Sí, sí, ya estoy aquí; ahora mismo te desato. Me ha parecido que susurrabas algo. ¿A qué vienen esos golpes con el bastón? Me vas a dar sin querer. Y ahora, ¿por qué lo tiras contra la pared? Abuela, por favor, estate quieta o te caerás del asiento.
- Bor-deea-bis-mo. Bor-dee-a-bis-moo.
- Abuela. No me asustes. ¿Qué dices? No te he entendido, abuela, hace tanto que no hablas, ha sonado tan ronca tu voz… ¿Qué has dicho del abismo? ¿Qué has dicho? ¡Abuela! ¡Mírame, abuela, háblame de nuevo! Gracias por mirarme, abuela. También tú estás helada. Encenderé la calefacción, te acariciaré para que entres en calor, sé que me vas a decir algo, tus ojos me lo indican… Aunque si no dices nada te lo agradezco, porque, ¿sabes? Yo estoy cagado de miedo.
- Y yo estoy sentada al borde del abismo donde suenan las campanillas de los ángeles.

Madrid, 1º de Abril de 2010 – 19,27 p.m. – 20,50 p.m.
Madrid, 5-IV-2010 – 14,13 p.m.

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