martes, 16 de noviembre de 2010

Alejandro Darío Insaurralde-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2010

LA MUJER DEL SUBTE


El repiqueteo discontinuo de una llovizna gélida convierte a la estación Pasco en pista de aterrizaje para torpes y atolondrados. En esos días, la boca de acceso parece convocar a los transeúntes a una caída libre o deporte extremo donde las escaleras - con su barro achocolatado e insuficientes barandas - se suman a la lista de trampas urbanas que se activan siempre con los días lluviosos.

La húmeda tarde, de infinitos grises y encanto suicida, sorprendió al inefable Miguel en la estación Pasco, que bajaba a toda prisa con el tino de no resbalar los peldaños mortales que conducen a la boletería. No quería perder el tren de las dieciséis porque más tarde, en horas pico, se viaja incómodo y además no llegaría a tiempo para dar de comer a sus mascotas.

En su departamento lo esperaban el sofá junto al hogar, la mierda de los perros y unas horas de zapping. Los efectos de una soltería monótona comenzaban a hacer estragos, y en tardes así, soltaban una avalancha de añoranzas viejas que corroían como el ácido, tristezas arrumbadas en algún cuchitril de la mente que se resistían al olvido.

Miguel era un tío primerizo que no sembraba méritos para contentar a su único sobrino, el pequeño Tomi. Trataba de evitar las salidas que demandaba el niño, por ejemplo, a los peloteros o parque de diversiones, allí donde los párvulos descargan adrenalina y despliegan toda su psicopatía inocente; para la frágil tolerancia de Miguel esto era un Pandemónium de griterío y agitación, con madres que corren alocadas por algún brazo golpeado o labio sangrante. Demasiado para un solterón apacible.

Por la mañana, con los primeros azotes de la rutina, lo desolaba la vuelta a su oficina del piso diez. Era un tedioso itinerario que une su departamento de Congreso con el casco céntrico, un periplo que contaba sólo con un breve interludio: la parada de diarios. Allí compraba su matutino habitual, en Corrientes y Florida, y luego, si había tiempo, un café demoraba el ingreso al enfermizo claustro.

El mal humor de su jefe y el humo de la cuarentona que fumaba sin parar advertían desde la entrada, que el estrés podría cobrar otra víctima. Con el tiempo, Miguel había desarrollado cierta inmunidad contra estos males, y con la ayuda del tilo, el control en las dietas, y un chequeo periódico mantenía a raya cualquier enfermedad. Pero con el único mal que no pudo, es con la melancolía. Era la melancolía la que burilaba a su endurecido temple, y que lo empujaba hacia estados de permanente duelo, que hacía de él una frágil lámina a punto de resquebrar.

El retraimiento lo protegía de ese entorno agobiante, y aislarse era una opción práctica para que nadie lo invadiera. Pero una ilusión reverberaba en la cóncava soledad, como un antiguo reclamo; en ese vacío oscuro y distante, repiqueteaba una y otra vez la ilusión de una compañía que se embriagaba en una esquina del corazón y que, de tanto en tanto, le renovaba los suspiros; era una ilusión vaga y errante, como un holgazán que se emborracha en una esquina a la espera de otro que se sume a la velada.

La mujer que vio aquella mañana, en la estación habitual, pareció renovar ese mundo ausente, ese mundo sin expectativas. ¿Qué tenía de especial esa mujer? ¿Qué tenía para capturar la atención de un hombre ensimismado en aquel vacío?

Era la sonrisa, la fresca sonrisa de aquella dama fue el artilugio seductor que lo atrapó de inmediato. Resultó ser un arma eficaz para un hombre que había olvidado cómo era ser feliz. La atracción era mutua, ella le sonreía desde el andén opuesto, y él le correspondía. Sólo el balasto y las traviesas los separaban de un romance incipiente y que, sin embargo, parecía de toda la vida.

Al instante, se oyó un bramido desde la curva oscura. Era el subte que se aproximaba en dirección contraria. La dama tomó el tren y desapareció entre la multitud y los metales, como fundida en un tanque de mercurio. Ese maldito subte le arrebataba a Miguel la sonrisa que había iluminado su mañana más que el mismo sol.

Miguel era un hombre perseverante, virtud con la que a veces lograba apuntalar sus aflicciones. Cada mañana, como un ritual, la esperaba en el mismo punto y con el mismo entusiasmo. Allí estaba ella, con la sonrisa de siempre. Miguel no se animaba a dirigir palabra, pero contemplaba aquella sonrisa con un embeleso que era extraño en su persona.

Una mañana, la desazón se apoderó de él, y volvía todo al punto de partida. Por algún motivo, la mujer dejó de acudir a la estación Pasco, y no se volvieron a ver. Una nueva desilusión le robaba el sosiego; una nueva pena le agrietaba el dique que contenía a sus lágrimas, que ahora humectaban su soledad. A partir de allí, sólo lágrimas se dieron cita, sólo lágrimas ahora se encontraban con Miguel en la “solitaria estación llena de gente”. De tal situación buscó sacar algún provecho o enseñanza. Miguel sabía que una lágrima puede quedar atrapada en los dominios de la tristeza, pero sabía también que no puede mortificar para siempre; una lágrima cautiva en cuevas de resignación aquieta su curso, deja de agitarse, se enfría, y el tiempo la cristaliza en un diamante llamado “madurez”.

En la semana siguiente, para su sorpresa, volvió la mujer con su sonrisa encantadora, volvía por aquella alma trémula que ansiaba ser rescatada. La mujer esta vez le sonreía con insistencia, y le indicó con un gesto que bajara hasta las vías. Ella lucía un vestido negro transparente, y arrastraba su larga cola, mientras meneaba su figura con suma gracia. Giraba el rostro, y volvía a sonreír, una y otra vez. A Miguel le preocupó una súbita aparición del subte, y que una tragedia le arrancara a su tesoro preciado. Pero la mujer continuaba intrépida su caminata por las vías, como si nada le preocupase.

Sin más dilaciones, Miguel brincó por el andén y meditó la buena fortuna. Caminó por las gravas con una extraña mezcla de temor y ansiedad. Se acercó hasta ella para contemplarla mejor. Para Miguel era tan hermosa como en sus sueños, era como un ángel, como un ente idealizado, tan luminoso y perfecto que lo extasiaba de emoción. Mas cuando la tuvo cerca, tan cerca que sólo cabía un dedo entre ambos, un olor pestífero lo invadió, y una dentición prominente le sonrió más que nunca. Aquella terrible mujer venía a rescatarlo de sus pesares, a liberarlo de una vida sin mañanas, de una existencia sin ilusiones. Esa mujer venía a cumplir su labor, y a confirmar los delirios fanáticos de Miguel, aquella mañana, en la estación Pasco.

Al instante, una luz blanca envolvió a Miguel. La potente locomotora puso fin al idilio y selló su destino.

 

 ® Todos los derechos reservados.

2 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Alejandro: la soledad tiende a que se confundan las intenciones. Lo que suele parecer un "rescatista" puede resultar ser la visión de lo que, en realidad, estamos llamando.
Un saludo cordial,

www.alexmediterraneo.com dijo...

Muchas gracias por pasas por mis letras Laura, y gracias tambien por el comentario,un saludo cordial y beso grande. Alejandro.