lunes, 18 de octubre de 2010

Ricardo Montenegro-Buenos Aires, Argentina/octubre de 2010

El pacto



Se despertó sobresaltado. Había soñado que esa frase repetida durante toda su vida era una vulgar mentira. Yo no le tengo miedo a la muerte, solía decir. Pero en su sueño, ante ella había sentido pánico, al punto de pretender convencerla de que se retrasara más. Mucho más. Hasta qué terminara la novela que estaba por comenzar.
Que buen tema para una historia, pensó una vez que se tranquilizó luego de mirar despaciosamente alrededor de sí y comprobar que estaba en su cama, en su dormitorio, en su casa.
Todo estaba normal. El fresco de la mañana se filtraba por las rendijas de las persianas y los pájaros le cantaban al amanecer. Se levantó echándose casi a tientas la robe de chambre encima, caminó como un autómata hasta el baño y al regresar a la habitación, en medio de dos bostezos vio el papel sobre la mesa del comedor.
¿Qué es esto? Se preguntó tomándolo con ambas manos y mientras lo leía su cara fue mudando de expresión, desde la tranquilidad mezclado con curiosidad con que había comenzado, al asombro que se apoderó de él cuando comprendió que aquel pacto con la muerte no había sido un sueño. Y recordó la borrachera que se había pegado la noche anterior y el desconocido del que se había hecho amigo mientras tomaban copa tras copa. A ese desconocido que, alterando sus costumbres, había llevado a su casa, en donde continuaron con el whisky importado.
Volvió a su mente el discurso que le había prodigado y la discusión que le había llevado a implorar por su vida ganando tiempo con la excusa de terminar su obra. Luego, ambos habían firmado aquel papel que escribió el desconocido. Al pie del escrito que dejaba por sentado que la muerte vendría a buscarlo en el tiempo pactado, se leía, Roberto Dumas y La muerte.
¿Y donde estaría ese borracho? Seguramente echado por ahí durmiendo su beodez, pues ni siquiera recordaba haberle abierto la puerta para que se fuera. Lo buscó por toda la casa. No lo encontró. Todas las ventanas estaban cerradas por dentro y en la puerta las llaves aún pendían de la cerradura igualmente clausurada.
Las cosas que hacen dos pelotudos borrachos, pensó. Y sin preocuparse demasiado por la manera en que se había ido el individuo, comenzó a prepararse el desayuno. Lo sorprendió el sonido del timbre. Al observar por la mirilla de la puerta, grande fue su sorpresa cuando vio al desconocido parado en la galería. La curiosidad pudo más que la prudencia y le abrió.
-Vengo a ver si recuerdas lo que conversamos ayer- Le dijo en cuanto estuvo dentro.
-No me vengas con boludeces, fue una buena broma, ahora anda a hacérsela a otro-
El hombre metió la mano en un bolsillo de su campera y sacó otro papel.
-Aquí tengo tu firma, el pacto está sellado. Vendré a buscarte en cuanto termines tu novela y no podrás negarte-
-Vamos, está bien, nos pusimos en pedo, me jugaste una broma, ahora basta. ¿A quien le vas a hacer creer que eres la muerte?-
El desconocido se acercó a la maceta que estaba posada sobre la mesada de la cocina con un potus cuyas ramas se extendían rozagantes. Bastó que pusiera un dedo sobre ella para que la planta se secara de inmediato.
-¿Ves?, ¿Esto es suficiente prueba de quien soy?-
Aturdido por una mezcla de incredulidad y terror, Roberto no supo que hacer. Lo del potus bien podría haber sido un truco de prestidigitador pero había algo en la mirada y en el aspecto de ese hombre que lo intimidaba, ahora que estaba sobrio pues la noche anterior ni siquiera se había percatado de ello. Pero no estaba dispuesto a aceptar así nomás su destino o lo que fuera e inquirió nuevas pruebas.
-¿Quieres pruebas?- Dijo el desconocido. Y sin pérdida de tiempo le recordó toda su vida sin siquiera obviar los episodios más calamitosos o perversos, aquellos que Roberto jamás habría revelado a persona alguna.
Al escucharlo sintió verdadero pánico por primera vez. Todas sus miserias, sus pequeñas alegrías, sus engaños y sus verdades le eran espetados por alguien que parecía poseer todos sus secretos.
-Tengo tu expediente completo- Concluyó el desconocido.
Se dejó caer en una silla. Abrumado, vencido, supo que la situación era irreversible y trató de lograr alguna ventaja, mínima aunque fuera.
-No puedes venir y llevarme así como así- Dijo en un murmullo.
-Eso ya lo discutimos anoche. Suplicaste, lloraste, te humillaste ante mí y yo fui bastante generoso, algo que no acostumbro, por eso te di un plazo. Hasta que termines de escribir tú novela. En cuanto pongas el fin serás mío-
Volvió a suplicar pero fue en vano. El hombre levantó su copia del contrato y señalándosela afirmó.
-Ya tenemos un trato, lo has firmado y nada en el mundo podrá borrar esa firma-
Y cuando ya estaba por salir agregó.
-Me parece que voy a realizar más seguido esta clase de pactos, pues ya estoy gozando de la agonía que te espera-
Sin esperar que Roberto la abriera, atravesó la puerta como si esta no existiera.

En ese momento, Roberto tuvo la idea, la sencilla idea de comenzar su última novela pero no acabarla jamás. Tal vez, fantaseó, hasta pueda hacerme inmortal. Al fin este La Muerte es un idiota, no podrá reclamarme nada si nunca culmino.
Como primer paso, decidió pergeñar un argumento tan intricado que demandaría páginas y páginas de escritura. Pasó meses y hasta años leyendo e investigando en las bibliotecas. Cada tanto, de improviso, se le aparecía la muerte y lo increpaba.
-¿Y? No te veo escribiendo-
-Estoy buscando información para comenzar- Argumentaba Roberto.
De tantas veces que se repitieron estas visitas, para continuar con el engaño esbozó el primer capítulo. La muerte pareció estar satisfecho del avance. Así continuó, escribiendo un capítulo por año, ganado tiempo, pero perdiendo el resto de su vida.
No podía tener otra cosa en su mente más que aquella novela y la amenaza sobre su futuro. Ya no salía de parranda con los amigos, las mujeres ya no le interesaban, ni el fútbol, ni las otras obras literarias que había dejado abandonadas a medio terminar. Viviendo como un ermitaño, no atendía el teléfono ni recibía visitas, solo se levantaba de la cama una hora al día para escribir dos o tres palabras y luego se volvía a acostar. Ausente de los eventos de su círculo literario cayó en total olvido. Nadie se preocupo por su ausencia. Al fin y al cabo era como si estuviera muerto.
De pronto comprendió aquellas palabras de la muerte cuando le habló de la lenta agonía. Y más claro le fue aún cuando notó que ante su lamentable estado, la muerte ya no se molestaba en apurarlo, más bien parecía disfrutar de la situación.
El dilema era claro, o continuaba muerto en vida o se moría de verdad, pero había algo en él que lo instaba a continuar con su rutina apegándose a esa desdichada existencia con tal de respirar y sentir la sangre corriendo por sus venas.
Se convirtió en casi un esqueleto, pálido y vacilante. La vejez fue ganado terreno con sus achaques, sus artrosis y su pérdida de la vista y el oído, sus arrugas se multiplicaron, sus manos temblaban ante el mínimo esfuerzo de su cotidiana escritura, pero nada de eso lo mataba.
Una mañana, la muerte lo encontró, agotado en sus últimas fuerzas, dormido en la silla y sobre el escritorio la novela terminada.

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