miércoles, 22 de septiembre de 2010

Roxana Ini-Buenos Aires, Argentina/Septiembre de 2010

LA      MUESTRA

Manuel comenzaba la limpieza a medianoche, cuando los chicos se iban, pero  llegaba un rato antes. Le gustaba dialogar con los jóvenes artistas, intentar descubrir el misterioso don que les permitía plasmar en el color los vericuetos mágicos del alma. Aún después de jubilado, se quedó trabajando en la escuela de arte. Se había acostumbrado a dormir poco y de día, es más, lo hacía con la persiana levantada, no quería confundir a su cuerpo de gallego fatigado con noches ficticias o espejismos.
Puchos, latas, papeles, lo de siempre. Esperó a que se fueran los últimos alumnos, carpeta en mano, dedos manchados. Volcó el último aserrín  por delante del escobillón y empezó a recorrer los mosaicos desgastados. Vació tachos,  plumereó escritorios y bibliotecas, acomodó bancos y sillas, echó unos baldes de agua con lavandina en los baños y en su camino de vuelta apagó las luces. Por fin se sentó en el sillón desvencijado de la planta baja y sacó una botellita. Cada vez terminaba más temprano. Existía un acuerdo tácito entre él y sus patrones: él cobraba poco y no faltaba, ellos no eran muy exigentes; después de todo los  chicos no cuidaban nada. Se quedó dormido. Pocos minutos más tarde sintió en su mejilla  una brisa; intranquilo, abrió los ojos. La ola de robos que azotaba el barrio bien podía llegar hasta allí; ya no les importaba si había o no algo de valor. Se cercioró de que la puerta estuviera bien cerrada y volvió a su sillón. Seguramente había sido el balanceo de esos enormes afiches pegados a las paredes. Bebió  otro sorbo.
_Coquito me parece que se fueron todos.
_Dale Gaby, salgamos.
_Espérenme dijo Lu.
Manuel creyó escuchar el susurro de unas vocecitas infantiles. Entreabrió un ojo. Libertad  se descolgó como una alpinista,  se pintó los labios y acomodó su corona. El guitarrista apoyó su guitarra contra la pared, y sacando una pierna  detrás de la otra a  través del marco, se miró en el reflejo del vidrio vacío, se alisó el pelo y comenzó a afinar su instrumento. El hombre azul cayó de cabeza haciendo una vuelta carnero. El hombre alado recorrió el pasillo abrazando a su sirena, un poco volando, otro poco nadando. Unos grillos de ojos grandes modulaban con sordina. Animalitos fantásticos, elefantoides, topos, pulpos, sapos, caballos, serpientes, dragones y seres imaginarios con cuerpos de manos  comenzaron a bailotear, el guitarrista entonando una de Calamaro. Parecía un desfile de duendecitos bizarros,  que casi flotaban sobre el piso en un carnaval mitológico e insustancial.
Y otra vez la brisa.
Los personajes detienen su marcha, se miran entre sí y corren dichosos hacia ese hálito denso, casi tangible, que despliega su diafanidad y acoge en un abrazo  generoso a los cientos de seres de su creación, frutos de su esencia, con algo de monstruos y mucho de tiernos, hijos auténticos y trascendentes, que renacen cuando los admiran y también cuando descansan, porque tienen vida propia henchidos de la alegría milagrosa que nutre a las líneas y  el color
Manuel tose.  Los personajes descubiertos en su insolencia se escabullen nuevamente tras los vidrios. Permanece su rastro,  volutas de ánimas entre las motas de polvo. La galería parece vacía, no lo está, nunca lo estará. No tiene aroma, ni color, Nico es una presencia, inasequible y real, que eligió a quien amar, devino entre ellos, de ellos recibió todo, y ahora pletórico y agradecido, inmanente en sus corazones, comparte sus latidos, y sólo sale a visitar sus criaturas de fantasía.
Refriega sus ojos, se levanta y busca en algún cigarrillo mal apagado ese aura mágica que no comprende. Siente una opresión. Toma su botella, la mira desconfiado y la estrella contra el tacho de basura.
Una brisa le besa la mejilla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy lindo relato Roxana!!!!

gracias por compartir tus hermosos cuentos.

Besitosss Josefina