martes, 17 de agosto de 2010

Rosa Esther Moro- Cuento/Buenos Aires, Argentina/Agosto de 2010


                                                Hiroshima un lugar


           Camino. Mes gusta caminar en las mañanas recién desperezadas del verano. En esa luz diáfana observo como lo distorsionado se acomoda mientras alargo los pasos y mi andar se acompasa con el ritmo del temprano despertar del día.
         Me interno por calles sinuosas, mi caminar crea laberintos que a veces me entregan a las fauces de aquello que busco en ese vagabundeo  matinal.
        Lo que busco es una plaza. No es una plaza cualquiera y no todos la encuentran pero si la encuentran no la olvidan. Es de cualquier lugar, Cortazar la encontró en París, Saint Exupery en un planetoide.
    Es pequeña, tiene una sola rosa, un reloj de sol, una fuente que extiende sus dedos de agua para que se bañen los colibríes, y un banco de mármol de perfecta blancura que se inunda de colores con los juegos del sol y las nubes.
   Aparece y desaparece navegando por las esquinas de los suburbios como algunas estrellas de la tarde. Es una plaza que puede aparecer en un barrio de Vicente López y en otro momento en Barracas o en algún país limítrofe. Puede estar en un lugar y en todos al mismo tiempo.
  En una oportunidad desaparecí con ella. Fue una mañana de agosto. El sol brillaba cruelmente oro, mientras caminaba por las calles de ese lugar donde vivía.
  La guerra aleteaba peligrosamente cerca, pero quién piensa en la guerra mientras vive, quién tendría  en cuenta a aquel villorrio en los arrabales del imperio.
Mis paisanos  se preparaban para comenzar un nuevo día. Tan-Yi saboreaba un arroz con leche y almendra, platillo excepcional preparado por su madre con motivo de su cumpleaños, mi amigo Lían acomodaba  su cámara fotográfica en el sendero de los Cerezos, el gobierno le encomendó la tarea de fotografiar el cielo. Su nieto pedaleaba en su triciclo.
 Seguí mi camino, saludando a todos a mi paso. Inesperadamente en ese día aconteció la plaza como una perla única y deslumbrante. Sirenas ululantes despedazaban el aire.
Nadie presintió.     Nadie escuchó.       Nadie comprendía.
Me senté en el banco de mármol, me acicaló  el alma un milagro de paz. Mis ojos oblicuos no pudieron escuchar el estruendo de ese resplandor ardiente.
Mientras la materia se fundía en lo inconcebible y desaparecía, supe que aparecería en otro lugar.

3 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Rosa: un recuerdo terrible, aún a la lejanía. Tal como vos lo relatas sus habitantes estarían caminando la vida, como siempre. Es impresionante . Buen final. Te abraza,

Anónimo dijo...

Esther: Tu profundidad, entrega y compromiso me conmueven.
¡Qué buen uso de la palabra!

Besos, Diana.

Anónimo dijo...

Triste, muy buen relato Ester,

movilizante
Besoss Jóse