lunes, 23 de noviembre de 2009

Isabel Díaz Vera-Buenos Aires, Argentina/Noviembre de 2009


LA SOMBRA EN EL ESPEJO


“Lo que dejamos atrás y lo que nos espera más adelante son minucias comparado con lo que nos espera en nuestro interior.”

RALPH WALDO EMERSON



Miró una y otra vez, alternativamente, por la ventana. Agudizó su mirada felina, y trató de divisar figuras inexistentes. Se preguntó una vez más, cuándo el destino daría fin a esa lenta agonía. El esperar sin saber a ciencia cierta qué, lo ponía nervioso.

Sintió a sus espaldas la suave y atemorizada voz que lo irritaba aún más, que lo exacerbaba hasta la locura. Hubiese deseado que ella no estuviese allí, pero ya era inevitable. La miró exasperadamente, alienando su desesperación descontrolada.

-¿Cuánto tiempo más me vas a tener aquí?-Le preguntó a ella, a modo de susurro en medio de su angustia.

Él se le acercó, ante el temor justificado de ella. Mirándola despectivamente y no sin cierta soberbia, le respondió:

-Callate la boca y no molestes.

Ella enmudeció ante la lacónica y desdeñosa respuesta de su abyecto acompañante circunstancial. Miró con insistencia una mancha en el piso, intentando ocultar su desconcierto. Él advirtió su temor, y fue entonces cuando señalándola con su imponente dedo índice, aunque atenuando la dureza de su voz, le dijo:

-No pensé encontrarme con vos, así que no es mi culpa si te cruzaste en mi camino. No era mi intención involucrarte en esto.

La aclaración, contrariamente a lo que había pensado él, no la tranquilizó; ella se movió nerviosa en su silla, sin ánimos ni fuerzas como para intentar algo. Él volvió a asomarse por la ventana, y luego de verificar que sólo los arbustos de la pequeña floresta se mecían, volvió a acercársele, y sentándose en cuclillas al lado de su silla, y suavizando una vez más su voz le replicó:

-Creeme que no hubiese querido hacer esto, me vi obligado.

Ella respondió con un tétrico silencio y una mirada sombría, no sin cierto temor oculto en ella.

-Sé que no me vas a creer, pero no hubiese querido complicar a nadie…es que no me quedó otra salida.

Otro silencio fue su respuesta. Ella lo miró detenidamente, estudiando sus facciones, su expresión. Todo le resultaba repulsivo en él.

-A veces, las cosas no salen como uno imagina. Uno las planea de una forma, y no siempre salen como uno quiere.

Ella buscó una respuesta consolidada en palabras, pero ninguna recurrió a su mente, Sabía que expresar su desprecio por el amargo momento a la que la había obligado a someterse no hubiese sido conveniente. Lo miró una vez más, tratando de profundizar en su mirada y de hallar un hálito de indulgencia. Y sintió que levemente, ahondando en su displicente mirar, parecía asomarse borrosamente la imagen de un ser que poco tenía que ver con lo inexorable.

-No me mires de esa manera-Afirmó él quitándole la mirada, con cierta firmeza en la voz, pero sin brusquedad-No soy tan rudo como habías pensado, pero tampoco soy un reblandecido sentimental.

-Los seres como yo no piensan, sólo sienten-Balbuceó con cierta tristeza-Imagino que no lo sabías.

-No, supongo que no-Respondió él levantándose repentinamente y dirigiéndose a la ventana-Parece que no hay nadie.

Miró una vez más cada pequeño espacio del que enmarcaba la ventana, a modo de naturaleza muerta. Sintió que esa eterna espera lo estaba matando poco a poco. Suspiró. Era una extraña sensación la que le cerraba la garganta, lo ahogaba. No sabía lo que estaba aguardando, pero necesitaba que algo ocurriese para descubrir lo que seguramente estaba obligado a hacer. Se peinó su enrulada cabeza con los dedos, miró el suelo y notó que estaba pisando la colilla de un cigarrillo a medio fumar, que su nerviosismo le había hecho arrojar sin terminar de consumirlo.

Se sentó ágilmente sobre una mesa, y miró a su víctima, que no le quitaba a su vez los ojos un instante de encima. Y advirtiendo que esa situación lo irritaba aún más, le dijo:

-te dije que no me mires así. No sé por qué te siento tan familiar, tan…Es como si estuviese desnudo delante de vos, y no hablo de lo físico, sino a la sensación de que conocés todos mis pensamientos. ¿Es así?-Preguntó inquieto por la respuesta, pero sin pausa y preso de la ansiedad, agregó, sonriendo con desgano-Ya no sé ni lo que digo, no me hagas caso-Repentinamente creyó oír un ruido en el jardín, y bruscamente la tomó de un brazo-Vamos, aquí no es seguro.

Se introdujo nuevamente en la casa, alocadamente; el pánico atemperaba sus sentidos, un escalofrío intenso quemaba su cuerpo. Entró a una, dos, tres habitaciones diferentes sin decidirse a quedarse. Salió nuevamente al pasillo, caminó unos metros, y se introdujo a otra, quizás más por cansancio que por decisión.

-Ya estuvimos mil veces aquí, ¿cuántas veces más vamos a volver?

Él se acercó violentamente, y acercándole la mano extendida en alto, exclamó:

-Mirá nena, no te abuses de la confianza que te estoy dando porque…-Se detuvo repentinamente, y cambiando abruptamente el tono de voz, agregó-Disculpame, estoy nervioso.

Hubo un nuevo silencio, y la invitó a sentarse. Cuando ella accedió, le preguntó:

-¿Y cómo te llamás?

Lo miró inexpresivamente, y luego de un breve instante, sentenció:

-Alma.

-Alma…Qué nombre extraño.

-Siempre decís lo mismo.

Él buscó una lógica pregunta, marcado por la confusión.

-Es verdad que nos conocemos, ¿no?

Silencio. Una mirada melancólica tan sólo.

-Estás tan…mustia. ¿Qué pasó?

-Yo no pienso, sólo siento. Ya te lo dije.

Un dolor intenso lo atosigó al mirarla, al ver sus cabellos maltratados y desaliñados, sus ropas grisáceas llenas de polvo e impregnadas de humedad. Curiosamente, y como si la hubiese visto por primera vez, descubrió que su imagen era monocorde con las habitaciones del lugar: grises, opacas, sin contraste, difusas. Era la pieza faltante del gran rompecabezas que representaba el peculiar ámbito en el que se hallaba inmenso.

-¿Qué hacías allí donde te encontré?

-Vivo allí; he vivido ahí desde hace años. El cuerpo es la cárcel del alma.

Un nuevo silencio inundó la habitación, como una nebulosa asfixiante en la que ideas y pensamientos se esfumaban tornando densa la atmósfera, e irrespirable. Tuvo miedo de seguir preguntando. Inexplicablemente se sintió responsable; algo le decía que estaba involucrado en la suerte de Alma.

-Tengo la sensación de que vos sabés lo que me pasa. O sabés…cómo llegué acá.

Ella sonrió tibiamente, con cierta complacencia. Él continuó.

-Siento que emocionalmente fuimos, y naturalmente somos una unidad-Sonrió amargamente, y agregó-En realidad, no sé lo que siento, ni lo que pienso.

-Sos un ser que no puede relacionarse con sus sentimientos; por eso me encontraste aquí.

-No sé cómo llegué acá. ¿Dónde estoy?-Luego de unos segundos, continuó-Lo único que sé es que en algún momento van a venir. Estoy seguro.

Alma lo miró con cierta conmoción, y le preguntó:

-¿Y quiénes son “ellos”?

-Son incondicionalmente iguales, idénticos esencialmente, pero de rostro diferente-Se detuvo bruscamente, y con la mirada exaltada, murmuró-¿Oís?

La tomó de la mano, ya sin brusquedad pero con decisión, y se introdujo en la habitación más recóndita, aquella que comunicaba directamente con cada una de las restantes; encrucijada más fiel que la de Dédalo, quizás. Extenuado se sentó, casi abatido.

-Ya estuvimos aquí ¿no? Es que para mi todas son iguales-Sin pausa, agregó-Sí, aquí te encontré.

El silencio inundó la sala, y él fijo la mirada en un pensamiento. Volvió a mirarla; su imagen, su ropa, su gesto demacrado y gris, con el sufrimiento enquistado en su rostro, reflejo de para quien cada instante fue un cruel padecimiento. Sintió un profundo dolor por ella.

-Yo te llevé a este estado, ¿verdad? Yo te hice todo este daño; es mi responsabilidad.

-Ahora tenés que salir a buscarlos-Respondió con ternura, pero con firmeza.

Se tomó la cabeza, y peinó nerviosamente su pelo enrulado con los dedos. Miró fijamente el suelo, y sentado, apoyados los codos sobre sus rodillas, titubeó:

-No sé cómo salir, no sé dónde estoy. No hay forma.

-Siempre existe un modo, pero sólo vos tenés que encontrarlo.

Él sonrió con tristeza, nostalgia tal vez.

-Nunca supe lo que tenía que hacer con mi vida; nunca supe lo que quería ni lo que tenía que hacer.

Más elocuente fue el silencio que las palabras. Lo tomó de la mano, y recorrieron varias salas, hasta llegar nuevamente a la central. Libres de secuencias horarias, permanecieron ajenos a la anarquía de la cronología o el paso del tiempo.

-había olvidado que te había dejado en lo más profundo de mi ser. Había olvidado que existías.

-¿Sabés ahora lo que tenés que hacer?

-Todavía no sé lo que busco, pero sé que existe.

-Viniste a buscarme, aunque inconcientemente. Es un principio.

Impulsado por una imperiosa fuerza interior, se abalanzó hacia la habitación más cercana al portón, y miró por la ventana insistentemente, una vez más, hacia el jardín; había creído sentir el insistente crujir del césped reseco por el otoño. Examinó con la perspicacia de un águila, y percibió que su cuerpo volvía a latir con insistencia, y que su estómago amenazaba con incendiársele. Avistó una silueta a lo lejos, detenida su figura en la puerta de entrada de aquel, su refugio. Divisó a la imagen que no sin cierta parsimonia ingresaba al viejo chalet vecino. Respiró profundamente; pero instantáneamente se preguntó hasta cuándo perduraría esa superficial apacibilidad. Ellos no tardarían en llegar.

Ella lo miraba con insistencia, y advirtiendo el peculiar examen que hacía de su persona, él le recriminó:

-No quiero que me tengas lástima.

Se acercó a ella y apoyó desconsoladamente su cabeza en su pecho; la sorpresa lo embargó cuando comprobó que su imagen emanaba calor, pero no volumen. Suavidad, pero no peso. Color, pero no densidad. Su imagen se sentía, pero no se palpaba con firmeza. Percibía su calidez, pero se esfumaba etérea entre sus dedos. Ella lo acarició, y él murmuró;

-Necesito escapar a algún lugar.

No existe lugar al cual puedas huir, Hugo.

Se sonrió con resignación, y al incorporarse, repentinamente descubrió un espejo oscuro en la pared, de bronce bruñido y plata, que curiosamente antes no había visto. Sorpresa, desconcierto absoluto, turbación. Su persona, parada frente a él, no proyectaba imagen ni reflejo, no obtenía respuesta. Alma, a su lado, se reproducía oscura, borrosa, sin detalles. Como un holograma gris, opaco, sin contraste, difusa como una sombra.

-¿Sabés quién soy?

Él suspiró, y miró el cielo pensativamente; quiso oxigenar su corazón maltrecho, y aspiró profundamente. Con la mirada turbia, balbuceó:

-Sos Alma. Mi Alma.

Él dejó caer unas lágrimas en su rostro, iluminado por la emoción. Ella tiernamente besó su mejilla, y lo abrazó; las lágrimas de él traspasaron la esencia femenina.

-No podés seguir oculto aquí, en tu interior. Con esta actitud autista no podés lograr nada. Tenés que salir, y buscar tu lugar. No dejes que acaben con vos.

En ese momento se escuchó la voz de un altoparlante que los paralizó.

-¡Hugo Zúñiga, salga de una vez que lo tenemos rodeado!

Se levantó como impulsado por un resorte, y nuevamente advirtió que su corazón amenazaba con huir de él. Miró con desesperación al cuerpo médico agolpado entre los arbustos del jardín, y se preguntó si intentar algo daría resultado. Rememoró una y mil veces, como el pasar de una secuencia fílmica, las reiteradas oportunidades en que había fracasado. Miró a Alma, y sintió piedad por sí mismo, y la realidad a la que la había sometido a ella. Alma le dirigió una mirada desesperada, quizás aún más intensa que aquella del encuentro, pero igualmente murmuró:

-Quedate tranquilo, Hugo. Somos una unidad nuevamente, ahora todo será diferente. Yo voy a esperarte aquí, sé que vas a volver a buscarme.

Era el atardecer de un día gris y algo fresco, típicamente otoñal. El enfermero lo obligó a entrar en una de las habitaciones del hospital de salud mental, más gris y fría que el clima reinante afuera. Hugo Zúñiga miró lentamente cada rincón de aquella habitación, tal vez tratando de hallar algo realmente particular. No descubrió sino tierra, polvo, paredes manchadas de humedad, y tristeza. Un fiel reflejo de su alma, quizás.

Se sentó en el suelo, mirando sin distinguir objeto alguno, si es que lo había. Con la vista en la nada, sin observar, pero con los ojos abiertos, aún pestañando. Había pensado que era preferible estar en esa celda a aquella agonía de ser perseguido de por vida sin descansar jamás. El encuentro con Alma en ese viaje mítico a su interior le había devuelto conciencia, si bien no lucidez. Paradoja cruel era la de sentirse prisionero de la cordura. Y allegándose de lugares insospechados, recordó una frase de aquel tema del cantante de color norteamericano, que en su esporádico lenguaje confirmaba: “No puedes hallar lo que quieres, hasta saber lo que quieres”.

Miró una y otra vez, alternativamente, por la ventana. Agudizó su mirada felina, y trató de divisar figuras inexistentes. Se preguntó una vez más, cuándo el destino daría fin a esa lenta agonía. El esperar sin saber a ciencia cierta qué, lo ponía nervioso.




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